Nombre u obra homónima: Rafael Elías Arias y Porres
Lugar de nacimiento: Fuentelapeña (Zamora)
Otros nombres: fray Antonio de Fuentelapeña, provincial de Castilla
Geografia vital: Fuentelapeña (Zamora); Salamanca (Salamanca); Roma (Italia); Mesina (Italia); Siracusa (Italia); Nápoles (Italia); Elvas (Portugal)
Año de nacimiento: 1628
Año de fallecimiento: 1702
Lengua de escritura: español -
Género literario: a:5:{i:0;s:10:"Didáctica";i:1;s:10:"Filosofía";i:2;s:8:"Historia";i:3;s:22:"Literatura científica";i:4;s:20:"Literatura religiosa";}
Movimiento literario: a:1:{i:0;s:7:"Barroco";}
Relaciones literarias y personales: Gómez Arias de Mieses, Andrés Dávila Heredia, Josef Arias, Gómez Arias y Porres, Manuel Arias de Porres
Temática: a:4:{i:0;s:10:"Devocional";i:1;s:18:"Doctrina religiosa";i:2;s:11:"Filosófica";i:3;s:10:"Naturaleza";}
Investigadores responsables: Correoso Ródenas, José Manuel -
Por José Manuel Correoso Rodenas
Biografía
La labor de reconstrucción de la biografía de fray Antonio de Fuentelapeña es una tarea que, como se verán en los siguientes párrafos, puede presentar más sombras que luces en determinados momentos. El hecho de que su vida estuviese ligada a la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos hace que buena parte de su existencia deba ser rastreada a través de testimonios tangenciales o secundarios, concernientes a hechos en los que Fuentelapeña estuvo más o menos implicado. Paradójicamente, como se tendrá la oportunidad de ver más abajo, los años finales de su vida son más fácilmente rastreables gracias a los problemas legales que tuvo con su orden y con la monarquía.
Para los hechos relativos a su nacimiento, se debe acudir a la documentación eclesiástica de su localidad natal: Fuentelapeña, en la actual provincia de Zamora. Allí, en la iglesia parroquial de Santa María de los Caballeros se encuentra su acta de Bautismo, que ya exploró Teófilo Estébanez de Gusendos (2007: 57) y a cuya transcripción remitimos. A partir de ahí, se le pierde la pista, como venía siendo habitual en personajes de la Edad Moderna, hasta su entrada en religión.
Este hecho, que marcaría su vida y su futura producción literaria, se produciría el día 23 de diciembre de 1643. En ese momento, Rafael Elías Arias Porres pasó a conocerse como fray Antonio de Fuentelapeña. Este proceso se completaría al año siguiente, cuando finalmente profesó, y en 1651, cuando fue ordenado sacerdote.
A partir de ahí vendrían los años en los que fray Antonio de Fuentelapeña ostentó distintos cargos dentro de la orden. El primero de ellos sería el nada deleznable puesto de provincial de Castilla, para el que fue elegido el 13 de mayo de 1672, manteniéndose en el mismo hasta 1675. De su provincialato dio buena cuenta el padre Fuentes en su Viridario (Estébanez de Gusendos, 2007; de Carrocera, 1949). Puesto que la documentación sobre el provincialato de Fuentelapeña puede constatarse y seguirse de manera pormenorizada en la amplia documentación existente sobre la Orden Capuchina, se considera que no es necesario extenderse aquí sobre el particular. No obstante, existe un hecho concerniente a esos años que ha recibido una atención bastante menos extensa: la labor de Fuentelapeña como editor. Bien es cierto que dicha labor tuvo, inevitablemente, que llevarse a cabo, dentro de los parámetros de la Orden -bajo los que, años más tarde, publicaría el propio Fuentelapeña sus obras-; sin embargo, es destacable el impulso -e incluso la implicación- de nuestro autor para con la producción de nuevas obras. Es conocida la labor de las diferentes familias franciscanas en la expansión de la imprenta, llevándola incluso a los confines del Imperio Español (Sánchez, 1989; Zulaica Gárate, 1991). Siguiendo a Teófilo Estébanez de Gusendos(2007: 63), se puede afirmar lo siguiente:
En cuanto a la actividad editora durante su provincialato, se mantuvo la constatación del Padre Mateo de Anguiano, «es no poco ponderable que ha más de 60 años que de sola esta Provincia de Castilla jamás han faltado dos o tres que estén escribiendo o imprimiendo». El 4 de septiembre de 1672 da el Padre Fuentelapeña licencia al Padre Torrecilla para la publicación de su obra Regla de la Tercera Orden elucidada; el 4 de enero de 1674, para su Apología en defensa de la Religión Capuchina; el 3 de febrero del mismo año, para la de un tomo intitulado Discursos Quadragesimales del Abulense, del Padre Gaspar de Viana.
Se completaría así la labor de Fuentelapeña autorizando la publicación de obras de forma directa. Sin embargo, también es conocida su participación en la publicación de su hermano Gómez Arias de Mieses -quien también ha sido estudiado (AA.VV., 1992)- Avisos morales urbanos y políticos; que a Don Manuel Arias de Porres, Caballero de la Sagrada Religión de San Juan, residente en Malta da a su instancia Don Gómez Arias de Myesses y padre y dedícale al ilustrísimo Señor Don Francisco de Velasco Arce, Caballero de la Orden de Santiago, y Capitán de Artillería de Galicia -texto ampliamente referenciado en obras sobre honor y duelos como las de Vindel (1901) o Chauchadis (1991)-. Esta colaboración se habría reducido a la inclusión de un «Epigrama latino» en castellano escrito por Fuentelapeña.
Tras su período como provincial, Fuentelapeña desempeñaría el cargo de examinador de ordenandos y confesores. Según Estébanez de Gusendos (2007: 64), aprovechando una visita del General de la Orden, Esteban de Cesena -famoso por ser uno de los promotores de la evangelización capuchina de la Guayana en 1677, como se aprecia en Donis (2002)-, el padre Martín de Torrecilla, lo convencería «para enviar un visitador a los capuchinos de Sicilia, lo que ejecutó al momento, designando al Padre Antonio de Fuentelapeña con el título de comisario general de las tres provincias de la isla». Fray Antonio de Fuentelapeña estaría efectivamente ocupando su cargo en mayo de 1677. Esta decisión habría venido motivada por, entre otras razones, la situación de la propia Sicilia (Rotolo, 2006) y, por ende, de sus provincias capuchinas, como apunta Estébanez de Gusendos (2007: 65):
Mala era la situación socio-económica de ésta, particularmente en Mesina, rebelada contra las autoridades españolas en julio de 1674. Ocupada luego por tropas francesas, reconoció por virrey al duque de Vivonne, pero éste tuvo que permanecer inactivo, encerrado en la ciudad, y en otoño de 1677 fracasó el intento de apoderarse de Siracusa. Al principio del 78 las conquistas francesas se limitaban a Mesina y Agosta. El 18 de enero, España, Holanda e Inglaterra firman contra Francia el tratado de la Haya, al tiempo que un voraz incendio en el puerto de Tolón destruía arsenales, armas, navíos y municiones, con centenares de víctimas, todo previsto para ir a Sicilia. Entonces Luis XIV reemplazó el duque de Vivonne por el mariscal F. La Feuillade, con orden de retirar el ejército francés de la isla y, habiendo hecho sigilosamente los preparativos, el 16 de marzo de 78 se hizo a la vela rumbo a Francia con tropas y material y unas quinientas familias de mesineses. Los restantes quedaban a merced del cardenal-virrey, que, como el Padre Fuentelapeña, veían aligerada y facilitada su misión.
El viaje de Fuentelapeña habría contando con una pequeña escala en Roma, donde tuvo la oportunidad de entrevistarse con Luis Fernández Portocarrero (1635-1709), recientemente elevado a la dignidad de cardenal y virrey de Sicilia (Peña Izquierdo, 2001), quien lo habría puesto al tanto del panorama que encontraría en la isla.
Aunque esta posición pueda parecer como una recompensa a la labor previa de Fuentelapeña en Castilla, lo cierto es que supuso la raíz de la mayoría de los problemas que tuvo en las últimas décadas de su vida. Así, debido a la ineficiencia en el gobierno siciliano y a sus discrepancias con la Santa Sede, pronto empezó a moverse una causa contra él, que finalmente acabaría con su destierro. En un primer momento, sería convocado a un capítulo en la ciudad italiana de Nápoles por parte del virrey en este territorio de la Corona: «el Virrey le responde e invita a ir a Nápoles» (Estébanez de Gusendos, 2007: 68). Es asumible que dicha reunión no fue bien para Fuentelapeña, pues en septiembre de 1678 se emitió la orden para que abandonase los territorios de la monarquía hispánica, junto con otros padres capuchinos, por parte de Carlos II. El período comprendido entre esta orden y la definitiva salida de Fuentelapeña de los territorios hispánicos está, a día de hoy, bastante cubierto de sombras. El único testimonio al respecto es el de Savo Mellini (1644-1701), nuncio en Madrid (Marqués, 1981-1982; Vatican, 2001), quien el 30 de septiembre lo sitúa en Madrid, no aportando más pruebas. El siguiente testimonio lo aporta el propio Fuentelapeña, ya desde su destierro, como afirma Teófilo Estébanez de Gusendos (2007: 69): «Con fecha 3 de noviembre de 1678 anuncia: “previniendo con mi obediencia la voluntad de rey sin esperar se me notifique su real decreto, me vine a Portugal donde me quedaré en la ciudad de Yelves [Elvas] en el convento de mi padre San Francisco».
Tampoco será este destino venturoso para Fuentelapeña pues, aunque capuchinos y franciscanos son hijos de una misma orden, nuestro autor tuvo que padecer la dificultad, añadida al destierro, de no hallar casa capuchina en Portugal (García Oro, 2006). Por ello, los intentos para la revocación de su destierro, por su parte y por la de sus compañeros, se hacen más acuciantes. Así, a finales de 1678, tanto el capítulo capuchino como el provincial de Castilla Félix de Bustillo, emiten sendos memorandos al rey pidiendo la restauración de los frailes exiliados. Finalmente, la restitución de Fuentelapeña y sus compañeros llegaría el 31 de marzo de 1679, conjuntamente de Carlos II y el nuncio Mellini. No obstante, el proceso legal todavía duraría durante buena parte de ese año, no siendo finalmente completado hasta el mes de septiembre. La paz definitiva llegaría en 1688.
A su vuelta a España se instala en el convento de San Antonio de Madrid. Allí, como ya había ocurrido durante su provincialato, lleva a cabo una intensa labor relacionada con la producción de libros dentro de su orden, como da cuenta Teófilo Estébanez de Gusendos (2007: 71). Así, habría sido revisor de la obra de fray Isidro de León Mistico cielo en que se gozan los bienes del alma y vida de la verdad: adornado de tres gerarquias y en cada una tres ordenes, que hazen nueue coros de espiritus viadores en el destierro; à semejanc̜a del cielo beatifico y glorioso que se adorna de tres gerarquias, y en cada una tres ordenes que hazen nueue coros de espiritus comprehensores en la patria (1685). Mayor trascendencia tendría su labor de aprobación de la obra de su compañero fray Martín de Torrecilla Consultas morales y exposición de las proposiciones condenadas por Inocencio XI y Alejandro VII (1684). Este último texto es especialmente relevante por la relación que guarda con El Ente dilucidado, como apunta Teófilo Estébanez de Gusendos(2007: 71): «y la segunda, acerca del origen, natural o maléfico, de cierto caso extraño ocurrido en Madrid, no lejos del convento capuchino de La Paciencia: cítase copiosamente, a favor de su índole natural, El ente dilucidado, al parecer en su reimpresión de 1677».
Así, entre la producción de textos propios y la revisión de los ajenos, pararían los últimos años de fray Antonio de Fuentelapeña, alejado casi permanentemente de la vida pública. De hecho, ni siquiera la fecha de su muerte está clara. Para ello, se baraja algún momento indeterminado entre 1702 y 1704. Estas fechas se aducen en base al período de producción de los libros dentro de la orden capuchina en Castilla, pues el último testimonio de Fuentelapeña que tenemos es, según hace constar Juana Rubio (1958), su aprobación de la obra de Mateo de Anguiano -Mateo Anguiano Nieva o Mateo Anguiano Echevarría- (1610-finales s. XVII) Vida y virtudes de el capuchino español, el V. Siervo de Dios Fr. Francisco de Pamplona, religioso lego de la seraphica Religión de los Menores Capuchinos de N. Padre San Francisco, y primer Misionario Apostólico de las Provincias de España, para el Reyno del Congo en África, y para los Indios infieles en la América (1704).
Producción literaria
La obra de fray Antonio de Fuentelapeña, como se verá más abajo, se enmarca dentro de la producción filosófico-literaria neo-escolástica (Cruz Casado, 2016). Aunque no es la suya una obra excesivamente extensa -tan sólo se conocen tres obras publicadas-, esta es un buen representante de la concepción ideológica de la segunda mitad del siglo XVII. En palabras de Teófilo Estébanez de Gusendos (2007: 73-74):
El Padre Fuentelapeña no fue un autor prolífico. Sus cargos en la Orden y los accidenses de su vida […] le permitieron solamente publicar tres obras. Una cuarta ha quedado manuscrita: el oficio y misa en honor del Eterno Padre […]. Las inexactitudes de ciertos repertorios bibliográficos –títulos aproximativos o inventados, ediciones inexistentes– así como la acerba parcialidad de algunos críticos, nos obligan a examinar detenidamente cada una de las tres obras publicadas, bajo un idéntico esquema analítico: origen, finalidad y método; ediciones; estructura; contenido y fuentes, recepción y crítica.
Basculando entre el tratado devocional o teológico y la filosofía natural, los tres -o cuatro- libros de Fuentelapeña sirven como fresco de su época.
Evidentemente, de entre los escritos de Fuentelapeña, el más conocido es el primero, titulado El Ente dilucidado. Discurso único novísimo en que muestra hay en la naturaleza animales irracionales invisibles y cuáles sean (1676). La obra está dedicada al también capuchino fray Martín de Torrecilla, natural de Valladolid (c. 1635-1709). Es éste un tratado que abarca una única cuestión -«En que se prueba que hay animales invisibles, y que por la mayor parte que lo sean se llaman duendes, trasgos o fantasmas»-, dividida a su vez en cuatro secciones. Cada una de las cuales trata, respectivamente, de la generación de los animales irracionales, de los animales invisibles, de la naturaleza de duendes, trasgos y fantasmas, y de las causas de los duendes. Más adelante de ofrecerá un análisis más detallado de esta interesante obra y sus distintas secciones.
En 1685 publicará su segunda obra, Retrato divino, en que para enamorar las almas se pintan las divinas perfecciones con alusión a las facciones humanas. Aparte de la segunda edición de 1688, esta obra ha gozado de una trascendencia mucho menor que la anteriormente referenciada -esto también debido al menor interés que la temática, más puramente moral y teológica, ha despertado en las generaciones posteriores-. Es curioso el hecho de que la dedicatoria no esté dirigida a ningún personaje de la época, sino que la obra se ofrece a Dios, «Al Sumo, y Divino Ser increado Deidad Soberana, Señor del Universo, Rey de la Gloria, y Emperador de los Cielos». La estructura también resulta interesante, pues no sigue la distinción clásica en secciones o cuestiones, típica de la escolástica. Por el contrario, el tratado se encuentra dividido en dos partes, cada una de las cuales se encarga, respectivamente, de las facciones y perfecciones del ser humano. Dentro de cada cual se van desgranando, como se verá más abajo, los distintos elementos fisonómicos que componen al hombre -nariz, boca, ojos, etc.-.
La tercera obra conocida de Fuentelapeña lleva por título Escuela de la verdad, en que se enseña a Lucinda y debaxo de su nombre, a todas las Almas, que tocadas de la luz Divina aspiran a la perfección. Los medios verdaderos que han de escoger, y los engaños que han de dexar, para llegarla felizmente a conseguir. Tratado primero de la Oración mental y fue publicada en Madrid (Loreço García) en 1701. Se trata esta obra final de un texto devocional, encaminado a la dirección espiritual de las almas, con el objetivo de que alcanzasen el Paraíso tras la muerte. Al igual que se ha visto en el ejemplo anterior, la dedicatoria de este texto está dirigida a Dios directamente. El tratado se encuentra dividido en 36 conferencias o discursos. A través de todas ellas, la protagonista ficticia, Lucinda, va recibiendo diferentes directrices y consejos encaminados a la salvación de su alma.
La obra manuscrita que menciona Teófilo Estébanez de Gusendos (2007) es prácticamente desconocida hoy en día. Sobre ella existen pocas noticias, sabiéndose tan sólo que fue la misa con la que ganó el favor de Carlos II. Sobre ella dice Juan Carlos Polo (2006):
Una copia hecha con letra hermosísima, imitando imprenta, se halla en la Librería del Cabildo de Toledo (Ms. 37-II, 3°) y ostenta el siguiente título: Sanctissimo, ac Beatissimo Patri Christi Vices Gerenti Inswcentio XI. Totius Cathcíicae EccIeSias Pontifici Óptimo Máximo. Frater Antonius a Fonte la Pegna Humillimus Filius ínter Minores Fratres Capucemos. P. E. P. Son 24 hojas orladas, tinta a dos colores. La dedicatoria al Papa es del P. Fuentelapeña y en ella confiesa hacia veinte años que internamente se había sentido inspirado para sacar el oficio y misa en honor del Eterno Padre, y da seguidamente las razones teológicas por las que se debe dar culto a la Primera Persona de la Sma. Trinidad.
Tiene a continuación el oficio completo, con hermosos himnos, obra del capuchino P. Miguel de Lima, y por fin la Misa.
Tradición textual
Como se ha tenido oportunidad de ver en el apartado anterior, las obras de fray Antonio de Fuentelapeña, con la notable excepción de El Ente dilucidado, no han contado con una tradición particularmente amplia. El discurso novísimo, como bien apunta Antonio Cruz Casado (2016), cuenta en la actualidad con cuatro ediciones distintas, dos del siglo XVII y dos modernas. Estas habrían sido publicadas, respectivamente, en 1676, 1677, 1976 y 2007. De las modernas, la primera habría corrido a cargo de la editorial madrileña Akal. La segunda, bajo la dirección de Arsenio Dacosta, fue publicada por el Instituto de Estudios Zamoranos «Florián de Ocampo». Esta última edición cuenta con la ventaja añadida de haber incorporado una serie de estudios introductorios que facilitan y completan la lectura de la obra de Fuentelapeña. La autoría de los mismos es de Teófilo Estébanez de Gusendos, Fernando Rodríguez de la Flor, José Manuel Pedrosa y el propio Arsenio Dacosta. Sin embargo, la lista de Cruz Casado parece adolecer de haber dejado en el tintero la edición de 1978 de la Editora Nacional. La mayor particularidad de esta versión es el haberse modificado el título, pues apareció como El Ente dilucidado: tratado de monstruos y fantasmas.
En cuanto a distribución en bibliotecas, la suerte de las distintas ediciones también ha sido desigual. Así, la primera de ellas, aparte de las principales españolas, habría alcanzado algunas europeas de referencia, como la Wellcome Library de Londres o la Universitätsbibliothek Eichstätt de Ingolstadt (Alemania). La segunda edición, de 1677, ha tenido, por el contrario, una distribución más lograda, habiendo alcanzado destinos como la biblioteca del Smithsonian Museum de Washington, la de las universidades de Minnesota, Florida o la Bibliothèque interuniversitaire Sainte-Geneviève de París. En lo que respecta a las ediciones modernas, esta disparidad en la distribución vuelve a ser patente. Así, la de 1978 estaría disponible en las principales bibliotecas universitarias españolas y en un puñado de europeas, sobresaliendo Oxford y Cambridge. Por otro lado, la del Instituto de Estudios Zamoranos habría llegado a destinos como la National Library of Scotland, la American University of Sharjah (Emiratos Árabes Unidos), la Universidad de Columbia en Nueva York, otra serie de universidades norteamericanas (incluyendo la de McGill en Canadá) o la Biblioteca Nacional de Chile.
Pasando a Retrato divino, en que para enamorar las almas se pintan las divinas perfecciones con alusión a las facciones humanas, como se ha mencionado más arriba, sólo es posible encontrar dos ediciones: la prínceps de 1685 y otra de 1688. La temática y aridez del libro han hecho que no goce de tanta repercusión editorial como la obra anteriormente tratada. Sería la segunda edición la que tuviese un mayor predicamento, al haber sido el texto revisado por el autor. De esta versión se puede encontrar copia en la biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid. La única copia conocida de la edición prínceps fuera de la Biblioteca Nacional de Madrid se halla en la biblioteca de la Universidad de Barcelona.
Algo similar sucede con la tercera obra de Fuentelapeña: Escuela de la verdad, en que se enseña a Lucinda y debaxo de su nombre, a todas las Almas, que tocadas de la luz Divina aspiran a la perfección. Los medios verdaderos que han de escoger, y los engaños que han de dexar, para llegarla felizmente a conseguir. Este tratado discursivo sólo gozó de una edición en su día, y no ha vuelto a recibir la atención de la crítica o del mercado editorial desde 1701. Así, no es de extrañar que la distribución de las copias existentes a día de hoy no sea demasiado extensa, tan sólo conociéndose una en la biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid.
Recepción socio-literaria
A la hora de dilucidar los pormenores de esta sección se hace necesario volver la vista a las secciones anteriores, pues en ellas ya se ha departido, si bien de forma breve, acerca de la dispar fortuna de los textos de fray Antonio de Fuentelapeña. Como se ha explicado más arriba, la única obra de Fuentelapeña que ha gozado de una atención aceptable por parte del público y la crítica ha sido El ente dilucidado; por ello, subvirtiendo el orden cronológico, este tratado se discutirá el último. No obstante, seguir la trayectoria de la recepción socio-literaria de las restantes obras de nuestro autor resulta un ejercicio interesante.
Comenzando, pues, por Retrato divino, cabe decir que más allá de la reimpresión que se ha mencionado en la sección previa, este tratado ha pasado bastante desapercibido desde 1688. En lo que respecta a la recepción socio-literaria, esta obra sigue unos parámetros muy usuales en la época, contando tan sólo con las debidas aprobaciones por parte de los capuchinos. Como también se indicó más arriba, la dedicatoria del autor iba dirigida a Dios. A partir de ahí, Retrato divino cuenta con la aprobación del general de la orden, quien desde 1684 era fray Bernardo Acquarone. A continuación, viene la consiguiente aprobación de fray Sebastián Velarde, examinador sinodal del Arzobispado de Toledo. Le sigue la aprobación del Ordinario, Pedro Gregorio y Antillón, canónigo de la catedral de Zaragoza y vicario de Madrid, quien posteriormente llegaría a obispo de Huesca (Barrio Moya, 1980). Finalmente, cierra la relación de aprobaciones la de Francisco Arias, también examinador sinodal del Arzobispado de Toledo e hijo del actor y empresario teatral Damián Arias de Peñafiel (Shergold y Varey, 1985).
La siguiente obra de que se va a tratar es Escuela de la verdad. Como se vio en la sección anterior, esta obra tuvo un recorrido incluso menor que Retrato divino, pues sólo contó con la edición prínceps. Del mismo modo que se ha visto en el anterior párrafo, este tratado tan sólo cuenta con las habituales aprobaciones eclesiásticas por parte de la Orden. Siguiendo también con las similitudes con respecto a Retrato divino, la dedicatoria del autor va dirigida a Dios, más concretamente a la Trinidad. A continuación, la primera licencia viene dada por los teólogos de la orden capuchina, y firmada por fray Gregorio de Guadalupe, calificador de la Inquisición (Simón Díaz, 1976), el ya mencionado fray Martín de Torrecilla, fray Bernardino de Madrid y fray Joseph de Madrid. Así pues, sigue la licencia de la Orden, con la autorización de fray Antonio de la Puebla, Calificador de la Suprema y Ministro Principal de Castilla. La relación de licencias y permisos sigue con la de Sebastián Cavero, administrador del Hospital General de la Corte (Pérez de Guzmán y Gallo, 1902; Valladares Roldán, 1979). La siguiente licencia es especialmente interesante, pues procede de dos entes autorizantes diferenciados. Por un lado, la licencia per se está emitida por Alonso Portillo y Cardos, vicario de Madrid pero, por otro, la firma real está dispuesta por Sebastián de Hinojosa. Cierra esta relación de aprobaciones la de fray Francisco del Rincón, predicador de Su Majestad.
Como se ha anunciado más arriba, concluiremos la presente sección con el análisis de la recepción socio-literaria de la obra más conocida de fray Antonio de Fuentelapeña: El ente dilucidado. Del mismo modo que ocurre con el contenido y fortuna crítica del propio texto, los paratextos que preceden al tratado revisten una variedad mayor que las obras anteriormente expuestas. Así pues, la dedicatoria que se incluye al comienzo no está dirigida a Dios, como en las obras precedentes, sino que la obra se dedica a su compañero capuchino y compañero de exilio fray Martín de Torrecilla. Una segunda dedicatoria se dirige a Gonzalo Mesía, Carrillo, Portocarrero y Mendoza, marqués de la Guardia, señor de los estados de Santofimia y Madroniz (López de Haro, 1622; Salazar y Castro, 1795; Vargas-Machuca Caballero y Palma Crespo, 2013). Continúa una sección en la que se incluyen tres poemas laudatorios acerca de El ente dilucidado. Los dos primeros son décimas y el tercero un soneto. Todos ellos están firmados por los hermanos del autor, Josef Arias, Gómez Arias y Porres, y Manuel Arias de Porres. Los textos son los que siguen:
- Primera décima:
En tus opiniones nuevas
da a entender la conclusión
que hábitos las ciencias son,
según las hace las pruebas:
tan fundado es cuanto llevas,
que a opinión no se limita,
antes ciencia lo acredita,
su modo de proceder;
pues no puede opinión ser
conclusión, que el miedo quita.
En todas ciencias previno,
ser tu ingenio tan cabal,
que es de todos natural,
y en cualquiera es peregrino:
tan superior le imagino,
que nada juzgo le empece;
antes queda, me parece,
de que es más que humano,
en que cuanto más le empeñas,
más tu ingenio se enriquece.
Cuestiones tantas resuelves,
(como es fuerza a tanto acudas)
que no sé, si lo que dudas,
admire, o lo que resuelves:
de todo te desenvuelves,
y en todo haces evidencia,
siendo entre duda y sentencia,
tan ninguna distancia,
que el dudar de la ignorancia,
le copias de la advertencia.
- Segunda décima:
Quien de tu ilustrado Ente,
viere el copio raudal,
sin duda tu gran caudal,
coligirá, ilustre fuente:
de humana aquí te
desmiente
la novedad ingeniosa,
que hoy al mundo das copiosa,
pues un nuevo manantial,
muestra el ser, no natural,
sino fuente milagrosa.
Milagrosa, pues fecundas
el monte del dios Apolo;
y con un discurso solo
a todo el Parnaso inundas:
y a Elicona sus profundas
aguas, postre a tu corriente,
o corrida, las ausente,
pues mejorado el Parnaso,
logra ya, no del Pegaso
de peña, sí, mejor fuente.
- Soneto
Los miedos que el temor ha introducido
de la ignorancia vana apadrinado,
solo tu discurrir por alentado,
bastante a desterrar del mundo ha sido.
¡O cuanto es a tu ingenio concedido!
Pues tu ingenio a los senos luz ha dado,
donde tu melancólico reinado
tiene la lobreguez introducido.
Tantas dudas tu estudio desvanece,
y adornase sutil de especies tantas,
que a ser admiración tu estudio crece.
Pues como tanto en todo le adelantas,
triunfas tal de los miedos, que parece
que quitas miedos, no; sino que espantas.
A partir de este punto ya sí se entra en la habitual retahíla de licencias y censuras que solían acompañar a la mayoría de publicaciones de la época. La primera licencia corre a cargo del ya mencionado Esteban de Cesena, general de la Orden por aquel entonces. Sigue la aprobación de fray Luis Tineo de Morales, Maestro General del Sagrado Orden Premostratense (Cossío, 1998), conocido por haber sido uno de los censores de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) (Pascual Buxó, 2006). La licencia del ordinario viene dada por Francisco Forteza, abad de San Vicente, conocido por sus aprobaciones de las obras de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) (Sliwa, 2008), y ejecutada efectivamente por Juan Bautista Sanz Bravo. Finalmente, la censura viene dada por fray Diego de Salazar Cadena, trinitario y maestro de la Universidad de Salamanca, quien fuera propuesto como obispo de Chiapas en 1681 (Arvizu, 2009).
Finalmente, debe mencionarse la recepción que de la obra se ha hecho, aunque sea de forma muy sucinta. De acuerdo con José Manuel Rodríguez Pardo (2010: 158), la recepción, bien favorable bien desfavorable, de la obra de Fuentelapeña, se produjo de manera de muy temprana. Así, dentro de la primera línea, se puede mencionar la obra de Andrés Dávila Heredia (1627-1689) Responde Don Andrés Davila Heredia, Señor de la Carena, Capitán de Cavallo, Ingeniero Militar, Professor de las Mathematicas. Al libro Del Ente Dilucidado, Discurso único… de 1678. Debido al reconocimiento de que gozó Dávila Heredia en el reinado de Carlos II (Martín Vega, 1988), cabe pensar que este testimonio no pasase desapercibido. Continuaremos esta sección con una serie de testimonios breves pero relevantes que han incluido menciones sobre la obra de Fuentelapeña, antes de llegar a los más trascendentes del padre Feijoo y Julio Caro Baroja. Así, tras Dávila Heredia, cabe mencionar al autor romántico Antonio Ferrer del Río (1814-1872) quien, en su Historia del reinado de Carlos III (1856) incluye menciones a Fuentelapeña y su Ente dilucidado. Continuaría esta relación el gran polígrafo cántabro Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) quien, en su Polémicas, indicaciones y proyectos sobre la ciencia española (1876) también recoge los testimonios sobre lo natural y lo preternatural que expone fray Antonio de Fuentelapeña. Especial atención merece la obra del mexicano Agustín Rivera y Sanromán (1824-1916) El ente dilucidado o sea Adición al libro “La Filosofía en la Nueva España” (1902). Como resulta evidente, el propio título del texto de Rivera retrotrae a la producción de Fuentelapeña. Así, el tratado del mexicano se habría diseñado como homenaje a la trascendencia que la obra de nuestro autor tuvo en las colonias americanas en los siglos XVII y XVIII, así como una sátira a la irracionalidad de sus postulados. Anel Hernández Sotelo (2012: 70) va más allá, afirmando que «gracias a la edición comentada satíricamente por Agustín Rivera se sabe que de alguna manera El ente dilucidado circuló en la Nueva España». Los postulados de Hernández Sotelo (2012: 70-71) sirven incluso para dar una explicación a parte de lo expuesto en el apartado de la tradición textual: «Por otro lado, un ejemplar de la misma edición se encuentra en la colección de libros raros de la Universidad de Florida y dentro del catálogo de la Universidad de Virginia están ambas ediciones del siglo XVII. En esas colonias los capuchinos misionaron durante la época moderna». Finalmente, concluirá esta relación con la obra de Joan Estruch Tobella (1982) quien, en su estudio Literatura fantástica y de terror española del siglo XVII también incluye a Fuentelapeña, situándolo al nivel de otros escritores de su época como Miguel de Cervantes, Juan Pérez de Montalbán o María de Zayas.
Uno de los testimonios más importantes que recogen la producción de fray Antonio de Fuentelapeña es el de Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764). En dos de sus obras más importantes, Teatro crítico universal(1726-1740) y Cartas eruditas y curiosas (1742-1760), ofrece una evaluación crítica de los postulados expuestos por el capuchino en El ente dilucidado. En la primera de estas obras, en el discurso dedicado a los duendes y su existencia, Feijoo (1777) afirma lo siguiente:
El Padre Fuentelapeña en su libro del Ente dilucidado, prueba muy bien que los Duendes ni son Ángeles buenos, ni Ángeles malos, ni Almas separadas de los cuerpos. La principal razón es, que los juguetes, chocarrerías, y travesuras que se cuentan de los Duendes, no son compatibles, ni con la majestad de los Ángeles gloriosos, ni con la tristeza suma de los condenados. Esta razón milita del mismo modo respecto de las almas separadas; porque estas, o están en gloria, o en pena: para las gloriosas son indecentes estas diversiones; y las que están penando no son capaces de gozarlas. A esto se puede añadir, que sería una incongruidad suma en la Divina Providencia permitir que aquellos espíritus, dejando sus propias estancias, viniesen acá solo a enredar, y a inducir en los hombres terrores inútiles.
Y algo parecido afirmará en las Cartas eruditas y curiosas:
Si los Duendes fuesen lo que se imaginó el Padre Fuente Lapeña, esto es, ni Ángeles buenos, ni Demonios, ni Almas separadas, sino cierta especie de Animales aéreos, no serían impropias en ellos las travesuras, que se refieren del Duende de Barcelona. Mas la invención de estos Animales aéreos tiene contra sí la terrible objeción, que he propuesto en el citado Discurso sobre los Duendes. núm. 2 (Feijoo, 1777).
Tras el análisis que se ha hecho de la recepción por parte de Benito Jerónimo Feijoo, se torna necesario debatir acerca de la recepción de Fuentelapeña por parte de otro gran intelectual español: Julio Caro Baroja (1914-1995). En buena medida, la recepción por parte del antropólogo vino de forma indirecta a través de los escritos de padre Feijoo. Así, en obras como «Infierno y Humanismo», «La magia en Castilla durante los siglos XVI y XVII» o «Los duendes en la literatura clásica española» (estos dos últimos en Algunos mitos españoles) hace una reevaluación de las críticas vertidas por Feijoo y otros receptores previos como apunta también en «El P. Feijoo y la crisis de la magia y de la astrología en el siglo XVII» (en Vidas mágicas e Inquisición). En los escritos barojianos, por ende, se da una visión reevaluadora de la labor de Fuentelapeña. Según Anel Hernández Sotelo (2012: 69):
Sobre la recepción y circulación de El ente dilucidado en la sociedad española, ya Caro Baroja, en su estudio sobre los pliegos de cordel (Caro 174), apuntó que entre los romanceros de la época moderna, compilados por Agustín Durán (1789-1862), aparece un anónimo titulado Los cinco hijos de un parto […],
donde se haría una breve referencia temprana a El ente dilucidado. Las referencias de Caro Baroja, no sólo a la obra, sino al contexto general, también serán recogidas por Fernando Rodríguez de la Flor (2008: 162), cuando afirma lo siguiente:
podemos entender como un objetivo subsidiario del principal en la obra del capuchino el socavar el espacio demonológico, a base de predicar para algunos de sus fenómenos un carácter sorprendentemente benéfico, positivo y regulador dentro del mundo del hombre
y lo enlaza con la máxima barojiana de 1986 «no cabe duda de que en el siglo XVII hubo una verdadera obsesión por la presencia física del Demonio en el mundo». Finalizaremos el repaso de los testimonios barojianos con el siguiente fragmento de Fernando Rodríguez de la Flor (2007: 117), que sirve para aunar la mayor parte de las opiniones del antropólogo sobre la obra de Fuentelapeña:
El Ente dilucidado es, pues, un sortilegio más, una argucia de la especulación y un juego de lenguaje que pone ahora en circulación un sistema de pensamiento, ciertamente agotado y exhausto, pero aún con energías plenamente volcadas en lo mitopoético y que se vuelcan entonces sobre un referente inobservable e inexperimentable (más allá de observación) que, empero, ostenta una gran presencia cultural, y al que debemos separar del resto de las categorías de vida fantástica conocidas: el duende.
Recepción crítica
De nuevo, se torna necesario comenzar esta sección advirtiendo al lector de que la recepción crítica de la obra de fray Antonio de Fuentelapeña ha gozado de una suerte bastante desigual a lo largo de las últimas tres centurias. Como en los casos anteriores, ha sido El ente dilucidado la única obra que ha sobrevivido al paso de los años y que ha recibido una atención lo suficientemente amplia por parte de la crítica.
En primer lugar, cabe situar la obra dentro del contexto de la producción neo-escolástica propia de los siglos XVI y XVII. Durante esas centurias, son numerosos los tratados y escritos de diversa índole que tratan de abordar temas similares a los que discute fray Antonio de Fuentelapeña. Como se verá más adelante, algunos de esos textos serán directamente referenciados por el autor zamorano en su libro. Una simple aproximación al índice de El Ente dilucidado hace notoria la cantidad de temáticas y aspectos que Fuentelapeña pretendió abarcar, desde la reproducción animal, hasta la existencia de animales invisibles e irracionales ¾definidos como duendes y/o fantasmas¾, pasando por otros pormenores como la generación de los peces. Todo esto se sazona con la participación del autor en debates propios de su época, como la existencia y naturaleza de los caníbales: «¿Quién creyera que hay hombres llamados caribes, que comen carne humana?» (Fuentelapeña, 2007: 225), asimilándose así a autores renacentistas y barrocos como Michel de Montaigne (1533-1592) (capítulo XXXI del libro primero de sus Ensayos). No sólo Montaigne subyace en la referencia de Fuentelapeña a los caníbales. Como hijo de su tiempo, en su mente están crónicas de Indias, como las de Bartolomé de las Casas (1474/1484-1566), Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), Hernán Cortés (1485-1547), Álvar Núñez Cabeza de Vaca (1488/1490-1559), Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), Bernal Díaz del Castillo (1495/1496-1584), Francisco López de Gómara (1511-1566), Alonso de Ercilla (1533-1594) o el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), entre otros muchos.
Volviendo al ámbito europeo, El Ente dilucidado tendría relación con la producción de Blaise Pascal (1623-1662). Así, el teólogo y matemático francés también se aproxima al debate de los caníbales, aunque siguiendo muy estrechamente a Montaigne: «Caníbales se ríen de un niño rey» (Pascal, 2018: 113); referenciando, también, a Tomás Moro (1478-1535). Por ello, no es de extrañar que, desde su publicación, se hayan ofrecido diversas y variadas interpretaciones para su obra, y que esta esté basada en una multitud de textos que circulaban en la época.
Sin duda, uno de los libros referenciados que mayor extensión ocupa en El Ente dilucidado es la obra póstuma de Antonio de Torquemada (1507-1569) Jardín de flores curiosas (1570). Torquemada, en su tratado tercero, expone, literatamente, «Qué cosas sean fantasmas, visiones, trasgos, encantadores, hechiceros, brujas, saludadores, con algunos cuentos acaecidos y otras cosas curiosas y apacibles», habiendo servido de claro referente a lo dispuesto por Fuentelapeña. No sorprende esto si se tiene en cuenta que Torquemada es uno de los receptores más conocidos de la carta de Plinio el Joven a Licinio Sura conocida como «Carta sobre los fantasmas» (García Jurado, 2000, 2002, 2006 y 2008; González-Rivas Fernández, 2011). Así, otros aspectos discutidos por Torquemada y recogidos por Fuentelapeña, pueden también retrotraerse a tradiciones previas, propias de la Antigüedad, como la existencia de las lamias, para la que ambos autores siguen a San Isidoro de Sevilla (c. 556-636) y sus Etimologías. Otro caso curioso de trasvase informativo es el relativo a la generación y naturaleza de los peces, en que ambos siguen al eclesiástico sueco Olaus Magnus (1490-1557) y su Historia de Gentibus Septentrionalibus (1555). Así, el maestro de Fuentelapeña, Torquemada (1983: 471-472), afirma lo siguiente:
Dejemos los animales, y vengamos a decir lo que hay en los pescados, que, cierto, son monstruosidades muy grandes y muy notables, sin haber sido vistas ni oídas en esta tierra; y aunque todos sabemos que en la mar se crían tantas diferencias y géneros de ellos como en la tierra de animales, y en el aire de aves, hay algunos particulares y no pocos maravillosos, que será bien que se entiendan, pues los autores e historiadores que he dicho hacen particular relación de ellos; entre los cuales cuentan de uno que no le ponen otro nombre sino monstruo, por el horrible y temeroso parecer que tiene: su largura comúnmente es de cincuenta codos, y estímase por muy pequeña conforme a la grandura de sus miembros y facciones; la cabeza es cuadrada y tan grande como la mitad de su cuerpo, y toda ella está alrededor llena de unos cuernos tan grandes o mayores que acá los de los bueyes. Los ojos, a quien no los ha visto, parecerá cosa increíble, porque medida sola la niñeta, tiene un codo muy grande en ancho y largo, y cuando se ve de noche, relucen de manera que de lejos parece alguna llama de fuego. Los dientes son muy grandes y agudos. La cola tiene hendida por el medio, y hay de una punta a otra quince codos; el cuerpo está lleno de unos pelos que parecen plumas de las alas de un pato peladas; la color es negra como azabache; la ferocidad suya es tan grande, que con muy mala facilidad echa a fondo una nao, sin que sea parte para resistirlo la gente que lleva, aunque sea mucha, y así, corren muy gran peligro los que topan con esta bestia disforme, cuando no se saben dar buena maña a huir de ella.
Como se puede apreciar en el fragmento citado, la relación de Torquemada con la naturaleza de los peces es todavía muy deudora del imaginario medieval, pasando, quizá, por el tamiz de Ambroise Paré (1510-1590). Si a ello unimos el neo-aristotelismo, el resultado es el testimonio de Fuentelapeña (2007: 521-522):
porque entre los pescados aún hay más género, que se producen de la putrefacción de otras cosas. Los mariscos todos, que son casi infinitos, no tienen otro origen. En las anguilas no hay macho, ni hembra, y así sólo se engendran de la corrupción. Y, según Juan Bautista Porta, si se echa un caballo en un estanque, es origen de muchas anguilas; pero lo cierto es que este pescado y otros muchos, se producen del cieno corrompido, pues vemos que en lloviendo en algunas lagunas secas, y sin agua, luego que la reciben, se llenan de éste y de semejantes insectos, cuales son ranas, culebras, etc.
La desconfianza hacia la naturaleza oscura, putrefacta y misteriosa de los peces es latente en ambos tratadistas siendo, no obstante, la opinión del zamorano más elaborada al no adolecer tanto del testimonio prestado. Es este aspecto particular, el ya mencionado Paré (2000: 92) ofrece algunas líneas que bien podrían haber acabado incorporadas al ideario de Fuentelapeña:
No cabe albergar dudas de que, así como en la tierra se ven varios animales monstruosos de diversa índole, existan igualmente en la mar otros de extraña naturaleza, de los que unos, llamados tritones, son hombres desde la cintura hacia arriba, y otros son mujeres, denominados sirenas, tal como los describe Plinio: sin embargo, las razones que hemos alegado anteriormente sobre la confusión y mezcla de semen no pueden aplicarse al nacimiento de tales monstruos. Más aún, en piedras y plantas pueden verse efigies de hombres de otros animales, y no hay razón alguna para ello, salvo decir que Naturaleza se recrea en sus obras.
A la hora de estudiar las razones de Ambroise Paré, se debe volver sobre la cuestión el neo-aristotelismo que impregna la obra de fray Antonio de Fuentelapeña. Para un mayor conocimiento de la postura de los neo-aristotélicos con respecto a los monstruos y los prodigios en los siglos XVI y XVII, véanse los trabajos de Benéitez Prudencio (2008, 2011, 2016a y 2016b).
Otro texto importante que circulaba en la época de Fuentelapeña era el tratado de Juan de Santo Tomás (1589-1644) La naturaleza y las causas. Aunque la obra del dominico sea un claro tributario de la obra de Santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274), sí que ofrece algunas interesantes para lo que aquí nos ocupa. Por ejemplo, al igual que Fuentelapeña, también debate sobre la existencia de animales irracionales, o sobre lo natural y lo artificial.
En cuanto a la recepción por parte de la crítica, la mayor atención ha venido prestada desde dos perspectivas claramente diferenciadas. Por un lado, el ya mencionado estudio del mundo de los seres invisibles, duendes y fantasmas ¾siguiendo, entre otros, a Caesarius Heisterbachensis (c. 1180-c. 1240) o a Salvador Ardevines Isla¾ y, por otro, el estudio de las opiniones de fray Antonio de Fuentelapeña con respecto a los animales. Sobre lo primero, uno de los testimonios más interesantes es el de Fernando Rodríguez de la Flor (2007: 110-111), quien afirma lo siguiente:
La obra sale al paso, como veremos más adelante, de un crecimiento exponencial de ese mundo invisible en la percepción pública de la época, que acusa en efecto su presencia, poniendo en evidencia la anómala y novedosa existencia del mismo a través particularmente de los discursos ficcionales, de un bien abastecido folclore y repertorio de noticias más o menos fiable. Un «continente», podríamos decir, el de lo espectral -y el de las causas secretas (invisibles) de las cosas-, al que parece preciso por entonces teorizar con el objetivo de ajustar y hallar acomodo en el sistema teológico a los problemas de moral y de ortodoxia que comienza a plantear la existencia misma de lo invisible, con el objeto de sustraerlo al espacio de la magia. Y es aquí, en efecto, en los importantes parágrafos 592-600 del Ente dilucidado donde se ponen en pie un mecanismo de generación, nuevo en la ontología: el de la llamada educción. Los resortes de creación y de emanación de otros vivientes que son los comunes en el mundo natural se completan aquí con una operación misteriosa, la educción, descrita por Fuentelapeña, en términos tomistas (594), como producción de una cosa «con dependencia de sujeto en el ser, hacerse y conservarse», es decir, sacar de una sustancia otra diferente. El duende aparece así como el resultado de la corrupción de los vapores gruesos efectuada en «semejantes desvanes, sótanos o lobregueces». Al cabo, en la reflexión sobre el duende, lo que despliega con absoluta autoridad Fuentelapeña es un imaginario del cuerpo, una verdadera «teoría del cuerpo barroco», que eludiendo el preguntarse por la verdad natural de este mismo cuerpo, se interna por las posibilidades fantásticas, aberrantes y paranormales que puede adoptar, y ello lo hace en consonancia con su época y su momento particularmente hispano.
Continúa Rodríguez de la Flor tratando de establecer una relación de los duendes de Fuentelapeña con el contexto cultural y antropológico del momento. Más concretamente, de las palabras del crítico se deduce que el uso de los duendes responde a una convención del momento, citando obras de especial relevancia como La dama duende (1629) o El galán fantasma (1637), de Pedro Calderón de la Barca.
El caso de los animales ha sido estudiado por autores muy diversos desde perspectivas también muy diferenciadas. Uno de ellos es José Manuel Rodríguez Pardo, quien analiza pormenorizadamente la visión que Fuentelapeña ofrece de los animales y su función en El Ente dilucidado. Por ejemplo, Rodríguez Pardo (2010: 161) asevera que:
Fuentelapeña, al tratar de esos extravagantes duendes, se ve obligado a clasificarlos en los términos del árbol predicamental de Porfirio entonces vigente. Como afirma que los duendes son animales pese a no morir, ha de argumentar que los animales son mortales ab extrínseco y no ab intrínseco.
Relaciona, así, su argumentación con los postulados expuestos anteriormente en relación a la existencia de duendes y cuál podía ser su esencia. Sin embargo, la originalidad de Rodríguez Pardo (2010: 166) no radica en este detallado análisis, sino que va más allá, ofreciendo una visión teleológica de los animales de Fuentelapeña, que partiría de Aristóteles y tendría uno de sus puntos culminantes en el tomismo medieval:
Los animales, dado que poseen racionalidad y buscan un fin, ejercen las virtudes naturales, tanto las intelectivas(sabiduría, habitus conclusionis e intellectus principiorum, sindéresis, arte y prudencia), como las volitivas o cardinales(Fortaleza, Justicia, Templanza). Así, las abejas «forman una república tan bien ordenada, que pasma el entendimiento humano», las hormigas conocen la economía, y las grullas la virtud militar, formando cada especie las tres variedades de Repúblicas: monarquía las abejas, aristocracia las hormigas y democracia las grullas.
De este modo, las distintas categorías taxonómicas coincidirían con las distintas virtudes que puede desarrollar el espíritu humano. Será Anel Hernández Sotelo (2012: 63-64) quien consiga aunar ambos mundos, el de los animales y el de los duendes, ofreciendo una de las visiones de conjunto más acertadas que se han vertido hasta la fecha:
Ahora bien, los duendes pueden tener figura humana, pero esa forma es externa y accidental, como sucede con los tritones, las sirenas, las nereidas y los monstruos marinos. Sin embargo, el capuchino asegura que no todos tienen forma humana, pues la mayoría son invisibles y se les ve rara vez. Por lo que son animales invisibles, no comen, no duermen, no beben, es decir, no atienden a las funciones biológicas imprescindibles para la sobrevivencia propia de los animales visibles. ¿Cómo sobreviven entonces estos animales invisibles?
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Responsable: Correoso Rodenas, José Manuel.
El Dr. José Manuel Correoso Rodenas es Profesor Ayudante Doctor en la Universidad Complutense de Madrid.
Revisión: Grupo de investigación LETRA.
Cómo citar y DOI del artículo:
Correoso Rodenas, José Manuel, «Fray Antonio de Fuentelapeña», Diccionario de autores literarios de Castilla y León (en línea), dir. y ed. María Luzdivina Cuesta Torre, coord. Grupo de investigación LETRA, León, Universidad de León, 2020. [En línea] < https://letra.unileon.es/ > [fecha de consulta]. DOI: https://doi.org/10.18002/dalcyl/v0i25
Editado en León por © Grupo de investigación LETRA, Universidad de León. ISSN 2695-3846.
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