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DOI: https://doi.org/10.18002/dalcyl/v0i26

TERESA SÁNCHEZ DE CEPEDA Y AHUMADA

Nombre u obra homónima: Santa Teresa de Jesús Sánchez de Cepeda y Ahumada

Lugar de nacimiento: Ávila

Otros nombres: Teresa de Ávila, Teresa de Jesús

Geografia vital: Ávila, Toledo, Medina del Campo (Valladolid), Malagón (Ciudad Real), Valladolid, Duruelo (Segovia), Pastrana (Guadalajara), Alba de Tormes (Salamanca), Salamanca, Segovia, Burgos, Sevilla, Beas (Huelva), Villanueva de la Jara (Cuenca), Palencia, Soria, Caravaca de la Cruz (Murcia)

Año de nacimiento: 1515

Año de fallecimiento: 1582

Lengua de escritura: español -

Género literario: a:6:{i:0;s:15:"Correspondencia";i:1;s:20:"Literatura religiosa";i:2;s:8:"Mística";i:3;s:15:"Narrativa breve";i:4;s:17:"Narrativa extensa";i:5;s:15:"Poesía lírica";}

Movimiento literario: a:1:{i:0;s:12:"Renacimiento";}

Relaciones literarias y personales: Guiomar de Ulloa, Luisa de la Cerda, Juan de Ávila, San Juan de la Cruz, Juan de Yepes, Isabel de Santo Domingo, Jerónimo Gracián, fray Luis de León, María de Habsburgo, Ana de Lobera Torres, Ana de Jesús, Teutonio de Braganza, Francisco de Ribera, Jerónimo de Ripalda, Ana de San Bartolomé, Felipe II, Domingo Báez

Temática: a:7:{i:0;s:15:"Autobiográfica";i:1;s:10:"Devocional";i:2;s:18:"Doctrina religiosa";i:3;s:14:"Moral y ética";i:4;s:5:"Mujer";i:5;s:9:"Religiosa";i:6;s:10:"Teológica";}

Investigadores responsables: López Castro, Armando -

Por Armando López Castro

 

Biografía

Retrato de Santa Teresa de Jesús

Retrato de Santa Teresa de Jesús por Hieronymus Wierix, tomado de la BNE

Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada nació en tierras de Ávila el 28 de marzo de 1515. De los dos apellidos, el primero era el de su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, y el segundo el de su madre, Beatriz de Ahumada. Su familia era conocida en Ávila como la de «los toledanos», puesto que el abuelo paterno, Juan Sánchez, rico comerciante en lanas y sedas, se había trasladado desde Toledo a Ávila en los primeros años del siglo XVI, debido a que en 1485 había sido procesado por la Inquisición de Toledo por «haver fecho e cometido muchos e graves crímenes y delictos de herejía y apostasía contra nuestra sancta fee católica» (Alonso Cortés, 1946). Esta condición de cristiano nuevo colocaba a la familia en una situación de incertidumbre e inferioridad frente a los cristianos viejos, y para librarse de tal humillación y deshonra, Juan Sánchez compró un certificado falso de hidalguía, mediante el cual era considerado de limpia sangre y podía mejorar su posición social, haciendo casar a sus hijos con las hijas de ricos terratenientes, costumbre que siguió su hijo Alonso, el padre de Teresa (Domínguez Ortiz, 1978). Parecer hidalgo, aun sabiendo ser converso, equivalía a llevar una vida de ocultamiento y disimulo, huyendo de su condición incierta y abriéndose a mundos desconocidos, según revela el gusto de Teresa por lo heroico, visible tanto en la lectura de los libros de caballerías, inculcado por su madre, como en el intento de huir a tierras de moros con su hermano Rodrigo, pues sólo aquellos que podían probar ser nobles y tener limpieza de sangre podían embarcarse hacia las Indias. Su obsesión por la honra viene a ser así una forma de compensar su falta de linaje, de manera que lo que descubre el trazo limpio y constante de su grafología, con su juego de contrastes pasionales, es un esfuerzo por «parecer de ser viva» (Moretti, 1964), por hacer de su voz un lugar de fusión de lo interior y lo exterior, una realidad trascendente de la exploración de los abismos que ella llegó a tocar a lo largo de su proceso místico.

Teresa de Ahumada entra en el convento carmelita de la Encarnación de Ávila el 2 de noviembre de 1535, orden monástica cuyos orígenes se remontan al siglo XIII. Las monjas de este monasterio vivían de acuerdo con la «regla mitigada» de 1453, por lo que Teresa, después de haber hecho sus votos solemnes en 1538, se propuso una restauración de la regla antigua, basada en la soledad, el silencio y la dedicación a la meditación. Sin embargo, lo que retrasó tal reforma, además de las dificultades que Teresa encontró dentro del Carmelo, fue la grave enfermedad de infección crónica febril, conocida como brucelosis o fiebre de malta (Sánchez-Caro, 2017), que la dejó postrada varias veces hasta 1543, fecha de la muerte de su padre y de su regreso a la Encarnación. Durante esos años de enfermedad y convalecencia, hay un hecho que va a cambiar su visa: el encuentro, en Hortigosa, con su tío paterno Pedro de Cepeda, que ya antes le había dado a leer las Epístolas de san Jerónimo y que ahora le ofrece un libro singular: el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, obra editada en 1527 y que muestra una aventura interior, basada en la oración como forma de espera para entrar en comunicación con Dios y escrita en un lenguaje conversacional, dos rasgos que van a ser esenciales en la escritura de Teresa.

Escribir es buscar algo que está oculto, traerlo a la vida como posibilidad de realización, pues lo real no existe si el escritor no lo expresa. En el caso de Teresa, lo que se produce entre 1538 y 1554 es un proceso de conversión a la «vida perfecta», entendida ésta como conocimiento directo de la relación con Dios. Y si en los años de su enfermedad la lectura del Tercer Abecedario de Osuna, con su propuesta de vacío, le había servido para desnudar el alma, dejándose llevar por la experiencia del no-saber, que nos lleva hasta el límite de lo posible (Bataille, 1973), más tarde, en el período que va entre 1555 y 1559, la lectura de otro libro no menos importante, Avisos y reglas cristianas sobre aquel verso de David: Audi, Filia (1556), de Juan de Ávila -un converso que había sido procesado por el Santo Oficio y cuya obra no podía citar por haber sido incluida en el Índice de 1559-, le va a permitir, junto con la lectura de las Confesiones de Agustín de Hipona y la Subida al monte Sión de Bernardino de Laredo, convertirse en otra persona y relatar la historia de su vida. Las enseñanzas de los jóvenes jesuitas Diego de Cetina y Juan de Prádanos, a las que se unen las del franciscano Pedro de Alcántara, cuyo contacto había sido posible mediante la amistad de doña Guiomar de Ulloa, van encaminadas a defender la oración mental y a seguir el ejemplo de Cristo en materia de pobreza («deja todo y sígueme»), de manera que cuando Teresa regresa de Toledo a Ávila en junio de 1562, se ha producido ya el cambio de la religiosa Teresa de Ahumada en la escritora Teresa de Jesús, ya que en la escritura puede crear un espacio habitable a su necesidad de hacerse inmediatamente reconocible, de revelar a los demás lo esencial de su verdad emotiva.

Cuando Teresa obtiene el permiso para trasladarse desde la Encarnación a San José, en diciembre de 1562, le acompañan las monjas Isabel de la Peña, María Dávila, Leonor de Cepeda e Isabel de Ortega, a las que se sumó María de Ocampo en 1563, que pertenecían al linaje de los conversos, con la lucha por el reconocimiento de la hidalguía, y desde 1547, con la introducción del Estatuto de limpieza de sangre, según el cual había que demostrar la pertenencia a una familia cristiana y sin sospecha. Al llegar a San José, Teresa siente la necesidad de escribir una regla adaptada a los nuevos tiempos, que debía elaborarse a partir de la absoluta igualdad entre las monjas. Para ello, además de ampliar y reorganizar el Libro de la vida, que había empezado a redactar en Toledo, escribió otras dos obras entre 1562 y 1567: las Constituciones, destinadas a regular la vida en el convento -tomando como modelos la Vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia, el Flos Sanctorum y la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis-, y Camino de perfección, que se convirtió en el manual espiritual de la reforma teresiana en el siglo XVI, incorporando múltiples variantes y haciendo de su quehacer literario, lleno de correcciones, un modo de equilibrio entre lo doctrinal y lo personal al servicio de la experiencia contemplativa. En una escritura como la de Teresa de Jesús, tan enemiga de fórmulas y tan dada a escribir por cuenta propia, la idea del progresivo perfeccionamiento del alma que ha de llegar a la visión del trono (Camino, 48, 1), antecedente del símbolo de las moradas, revela una práctica de esa espontaneidad heterodoxa, que va en contra de los esquemas formales de los libros espirituales y a escribir con un estilo «desconcertado», formado por diversos registros, puesto al servicio de una experiencia que los rebasa ampliamente («no puedo decirlo con concierto», escribe Teresa en el Prólogo del Camino), y en el que el hecho de escribir por obediencia forma parte de la estrategia de proclamarse ignorante, de una hábil manipulación para no dejarse atrapar por los poderes de los «jueces del mundo» (García de la Concha, 1978). En el fondo, lo que muestra la escritura de Camino de perfección es una aventura personal y única, en la que se percibe un abandono de las voces concertadas de la racionalidad por el cultivo de una expresión afectiva, destinada a conciliar, dentro de la tradición cristiana, lo natural y lo sobrenatural, el cuerpo y el espíritu.

En la primavera de 1567 llegó al convento de San José el prelado italiano Giambattista Rossi, general de los carmelitas, y de él recibió Teresa la autorización para fundar en Castilla monasterios de descalzas, siguiendo el modelo de Ávila. Comienza así la etapa de los viajes y las fundaciones, primero con el convento de Medina del Campo, inaugurado el 15 de agosto de 1567, donde conoció el joven estudiante Juan de Santo Matía, que por entonces estaba terminado los estudios universitarios de teología en Salamanca y que pensaba retirarse a la cartuja de El Paular, desilusionado por la relajación que reinaba en la orden carmelitana. La segunda fundación fue la de Malagón, a instancias de doña Luisa de la Cerda, a quien Teresa había confiado el manuscrito del Libro de la vida, para que se lo enviase al maestro Juan de Ávila. La tercera fundación tuvo lugar en Valladolid, durante el verano de 1568, bajo la ayuda de la familia Mendoza y con el recuerdo amargo del auto de fe de 1559, en el que fue condenado a la hoguera, entre otros, Agustín de Cazalla, que había sido confesor del rey y su madre. En noviembre de 1568 se fundó el convento de Duruelo, donde Juan de Yepes tomó el hábito carmelita y el nuevo nombre de Juan de la Cruz. El 14 de mayo de 1569 quedó inaugurado el convento de Toledo, con el recuerdo del arzobispo Bartolomé de Carranza, amigo de Luis de Granada y del grupo de los espirituales, que había sido acusado en 1559, el mismo año del Índice y del Auto de Valladolid, de ser partidario de la oración mental y de las traducciones de la Biblia al romance (Márquez Villanueva, 1968). El 9 de julio de 1569 quedó inaugurado el convento de Pastrana, segundo convento masculino fundado con la ayuda de Ana de Mendoza, princesa de Éboli, al frente del cual Teresa puso como priora a Isabel de Santo Domingo, la hija espiritual de Pedro de Alcántara. A pesar de múltiples contratiempos, como las acusaciones del profesor dominico Bartolomé de Medina o el enfrentamiento con el padre provincial Ángel de Salazar, a raíz de la reelección de la priora en el convento de Medina, el día 1 de noviembre de 1570 se inauguró la fundación de Salamanca, al frente de la cual puso como priora a Ana de Tapia, pariente lejana de Juan Sánchez de Toledo, que tomó el nombre de Ana de la Encarnación. En los primeros días de enero de 1571 Teresa viajó a Alba de Tormes, acompañada de Juan de la Cruz, para fundar un nuevo convento, que sería un monasterio de renta. De ese año procede su amistad con el jesuita Martín Gutiérrez, que había conocido en Salamanca y cuyas ideas le sirvieron para defenderse de las acusaciones del dominico Pedro Fernández, nombrado visitador apostólico de los conventos carmelitas y amigo del provincial Ángel de Salazar. En resumen, si algo aprendió Teresa en las fundaciones de los distintos conventos, que no fueron más que un desarrollo del germen de San José, fue no sólo su labor administrativa y organizadora -en un momento en el que la Real Hacienda estaba en suspensión de pagos-, sino también su esfuerzo por crear centros de cultura, sin el apoyo de la Iglesia y del Estado, en los que el pensamiento, la ciencia y el misticismo coincidían en ser nuevas formas de la modernidad.

En los primeros días de octubre de 1571, Teresa fue destinada como priora al convento de la Encarnación, que había abandonado en 1561 y en el que ahora debía afrontar dos problemas: el de la supervivencia material de la comunidad y el de la calidad de la vida religiosa. Para solucionar el primero contó con la ayuda de la duquesa de Alba, a la que ya había conocido en la fundación de Alba de Tormes, y de su hermana Juana; para el segundo, con la de Juan de la Cruz, que se incorporó a la Encarnación como confesor de monjas en mayo de 1572 y distribuyó su enseñanza a través de unos «billetes con avisos», que después fueron recogidos en la colección de textos Dichos de luz y amor (Gerona, 1650). Confesor y monja comparten durante esos meses una experiencia interior como medio de llegar a la más alta unión con Dios, núcleo de toda mística, pero mientras Teresa de Jesús espera esos instantes luminosos de la unión para poder describirlos, Juan de la Cruz escoge la renuncia de la negación como forma de llegar a un encuentro total.

La etapa entre Salamanca y Segovia, el breve período de 1573 a 1574, va ligado al Libro de las fundaciones, que Teresa empieza a escribir el 25 de agosto de 1573, según aclara en el Prólogo, y finaliza después de la fundación de Burgos en 1582, año de su muerte. Se trata de un libro de la memoria, de experiencia acumulada en los viajes y las fundaciones (Menéndez Pidal, 1942), que la santa tomaba de los apuntes o notas que luego pasaba al manuscrito definitivo. Se trata, por tanto, de una obra escrita a impulsos, en la que toma como modelo la fundación del convento de San José y en la que adopta un tono coloquial, fruto del trato con la gente a lo largo de los viajes.

La estancia de Teresa en Andalucía, donde permanece desde abril de 1575 a junio de 1576, estuvo llena de dificultades. En ella hay que destacar dos hechos: su amistad con Jerónimo Gracián, al que conoce en Beas de Segura durante la primavera de 1575, y el proceso contra el Libro de la vida, iniciado el 12 de marzo de 1575 por la Inquisición de Córdoba, en el que se relaciona a Teresa con Bernardino de Carleval, discípulo de Juan de Ávila, y con la nueva doctrina de los alumbrados (Llamas Martínez, 1972). Con la ayuda de Gracián y de su hermano Lorenzo, Teresa pudo fundar el convento de carmelitas descalzas en Sevilla el 29 de mayo de 1575. En cuanto a la censura, el problema fue más grave, según revelan las cartas de estos años, pues no sólo tuvo que defenderse de las falsas acusaciones, acudiendo para ello a sus relaciones con Francisco de Borja, Pedro de Alcántara, Juan de Ávila y Domingo Báñez, consejero por entonces del Santo Oficio en Valladolid, sino también defender su libertad mediante un lenguaje cifrado y alusivo. Teresa comprendió entonces que el riesgo de escribir es una forma de afirmarse a sí misma, de que su voz proyecte lo que piensa en un clima de apremio.

El tiempo que Teresa pasó en Toledo, desde julio de 1576 a diciembre de 1577, revela un punto de inflexión en su vida, pues durante él pudo finalizar la escritura del Libro de las fundaciones, continuando el relato de los primeros capítulos, que había quedado interrumpido en el convento de San José de Ávila, adonde manda a su hermano Lorenzo para recuperar la arquilla que contiene el manuscrito junto con otros apuntes y para poder dedicarse ella misma a la síntesis de su experiencia mística en las Moradas del castillo interior (1577), concibiendo la vida espiritual como un itinerario del alma hacia el «castillo interior», conquistado a través de sucesivas pruebas y en cuyo centro habita la divinidad. El símbolo del castillo, centro supremo o corazón del mundo, según revela la leyenda cristiana del Santo Grial, sirve para expresar la realidad absoluta, donde el espacio íntimo se identifica con el aposento de lo divino y donde el contacto inmediato del alma con Dios, núcleo de la experiencia mística, hace salir al lenguaje de sus propios límites (Certeau, 1993).

Los testimonios relativos a los últimos años a la vida de Teresa, los que van desde 1578 a 1582, muestran una fase convulsiva en la que destacan el secuestro de Juan de la Cruz en una prisión de Toledo -durante la cual se formó el Cántico espiritual-; la enfermedad epidémica del catarro universal, en el verano de 1580, a partir de la cual Teresa se sintió realmente envejecida; la quema por el Santo Oficio de su comentario al Cantar de los Cantares, en el que llevaba tiempo trabajando y que fue salvado, en parte, gracias a una copia clandestina de sus monjas; y el nombramiento de Jerónimo Gracián como provincial de los descalzos, el 3 de marzo de 1581, que venía a poner fin a la vieja disputa entre calzados y descalzos, episodios todos ellos en los que se manifiestan sentimientos de angustia y desolación. A lo largo de estos años Teresa se siente cada vez más sola y únicamente la amistad con Gracián pudo salvarla de la grave enfermedad de la melancolía, que Teresa trató siempre de evitar. Precisamente, una carta escrita el 26 de octubre de 1581, habla de una sátira menipea titulada El cerro, en la que colaboran Teresa y Gracián, donde se aborda el tema de la melancolía, que tantos estragos estaba causando en los conventos carmelitas (Lisón Tolosana, 1990: 165). Esta crisis del melancólico, que se sitúa en la frontera entre la lucidez y la locura, traduce el tránsito de la experiencia mística, pues el místico necesita salir de sí para ser otro, para reducir la distancia entre lo visible y lo invisible. Sólo desde esta situación límite puede entenderse el alcance de la escritura de Teresa de Jesús, cuyo discurso íntimo, que identifica conocimiento y visión, suspende el tiempo histórico y nos hace pasar a la escucha de lo otro, deshaciendo los contornos y abriéndonos a nuevas posibilidades de expresión.

 

Producción literaria

La obra literaria de Teresa de Ávila se sitúa en la segunda mitad del siglo XVI. En ese contexto histórico, posterior al Concilio de Trento, hay una crisis del humanismo y una depuración de las corrientes iluministas de la primera mitad del siglo, cerrando así el paso a toda posible heterodoxia, concibiendo la religión como milicia sobre la tierra, pues la fe sin obras no vale nada, y siguiendo la obediencia a la Iglesia, de acuerdo con el espíritu contrarreformista. Esto hace que el misticismo español sea más experimental que doctrinal y, en el caso de Teresa, venga manifestado por dos rasgos esenciales: actividad y cristocentrismo. Ambos se mezclan en su escritura, que trata de resolver la paradoja de la lucha contra el protestantismo y la defensa de la libertad en un ambiente dominado por el temor inquisitorial. El lenguaje del místico, destinado a expresar una experiencia inefable que lo rebasa ampliamente, utiliza las formas de la antítesis, la paradoja y el oxímoron para transgredir el orden lingüístico y abrir el vacío de algo innombrable, transformando el léxico y la sintaxis con el objeto de llevar el lenguaje a otra parte y hacer de la voz una expresión de lo íntimo. Esta voz interior está presente en todos sus libros:

  • Libro de la vida, compuesto entre 1562 y 1565, sufrió un largo proceso de copias y censuras, desde que el texto fue secuestrado por la Inquisición de Valladolid, en febrero de 1575, hasta que, en 1586, doña María, hermana de Felipe II, encargó a Ana de Jesús, priora de las descalzas en Madrid, el rescate del autógrafo, la cual se lo entregó a fray Luis de León para su impresión en 1588. La escritura del libro, cuyo discurso quiere expresar «mis grandes pecados y ruin vida», según nos dice en el Prólogo, ofrece cinco partes. La primera (capítulos I-IX), es un relato de su vida interior, que gira en torno al hecho de su conversión. La segunda (XI-XXII), es un tratado de los grados de oración, expuesto bajo la alegoría de cultivar el jardín y los modos de regar. La tercera (XXIII-XXXI), describe la vida mística, centrada en el origen de las visiones. La cuarta (XXXII- XXXVI), trata de la fundación del monasterio de San José. La quinta (XXXVII-XL), expresa un sentimiento de confianza, derivado de la gracia recibida, que pretende resolver las dudas de la tercera parte. En suma, lo que se ofrece en esta obra es una comunicación personal de la experiencia mística, a través de una evolución de vivir, entender y decir (Steggink, 1986), cuya fuerza expresiva deriva de la obediencia («Por obedecer al Señor, que me lo ha mandado», 37, 1), y se revela por medio de imágenes concretas.
  • Camino de perfección, redactado entre 1565 y 1570, procedente de la espiritualidad evangélica y construido en torno a la figura de Cristo y su mensaje de salvación. Fue la primera obra impresa de Teresa de Jesús en 1583, en Évora, a cargo de Teutonio de Braganza. El Camino es un libro más unitario y concentrado que la Vida; escrito, junto con las Constituciones, en la tranquilidad del monasterio de San José y sometido a una progresiva reducción, pues los 73 capítulos originales de la primera edición (Códice de El Escorial) quedaron reducidos a los 42 definitivos en la segunda (Códice de Valladolid). Siguiendo esta segunda edición, más elaborada que la primera, podemos distinguir tres partes en su estructura: una introducción (capítulos I-III), que gira en torno a la dialéctica acción de la contemplación; una parte primera (IV-XVI), que trata de la necesidad de las virtudes para la vida espiritual; y una parte segunda (XVII-XLII), más extensa, que versa sobre la práctica de la oración en un doble tiempo, el general (XVI-XXVI) y el personal (XXVII-XLII). El núcleo de la obra hay que buscarlo en los capítulos XXVIII y XXIX, donde Teresa habla de la oración de recogimiento, forma intermedia entre la meditación y la quietud, cuya práctica constante es la que engendra un hábito de intimidad con Dios. En cuanto al estilo, al tono coloquial de la Vida se añade ahora un lenguaje figurado, más técnico y elaborado, procedente de múltiples lecturas, entre las que destacan las Epístolas de san Jerónimo y las Confesiones de san Agustín, que sirve para resaltar el amor en toda su realidad afectiva. En este sentido, el lenguaje de Camino de perfección pone de relieve el uso de la analogía para subrayar la necesidad de trascendencia en el amor, que se presenta como la realización del ser humano (Mancho Duque, 1991: 9-57).
  • Libro de las fundaciones, compuesto entre 1573 y 1582, e impreso por primera vez en Amberes en 1630, bajo la guía de Jerónimo Gracián y Ana de Jesús -quien fue también la destinataria de los comentarios del Cántico espiritual de Juan de la Cruz y de la Exposición del libro de Job de fray Luis de León-. El libro se construye con los recuerdos de las fundaciones de los conventos, tomando como modelo el de San José, y se escribe por etapas, a largos intervalos y en lugares diferentes, de ahí la discontinuidad de su escritura. Si en el Libro de la vida Teresa relata su vida interior, en el Libro de las fundaciones cuenta la presencia de Dios en el mundo por medio de Cristo, a quien Teresa llama «Gran Rey y Señor», y cuya ayuda solicita para alcanzar los objetivos de su reforma y expresar la lucha entre Dios y el demonio a través de un discurso dialéctico (García de la Concha, 1983). Según nos dice la autora (capítulo XXVII, 22-23), la obra fue escrita en tres partes: la primera (I-XX), fue escrita en 1573 y trata de las fundaciones de Medina del Campo, Valladolid, Duruelo, Pastrana, Salamanca y Alba de Tormes; la segunda (XXI-XXVII), de las fundaciones de Segovia, Beas y Sevilla; la tercera (XXVIII-XXXI), es un relato añadido en el que incluye las fundaciones de Villanueva de la Jara, Palencia, Soria y Burgos. Siguiendo el mandato de sus confesores de dar a conocer a las monjas las obras de Dios en el mundo, Teresa mezcla el relato histórico con la digresión moral, combinándose en su discurso lo verosímil, lo pedagógico y lo escatológico, y haciendo de lo afectivo el principal resorte de su comunicación con el lector. En definitiva, se trata de una obra escrita por encargo, donde la obediencia -entendida como la experiencia de Cristo en nuestra vida, pues Cristo fue obediente hasta la muerte- es la que determina su modo de escribir, fundado en el camino de la oración y la vida comunitaria.
  • Meditaciones sobre los cantares, obra compuesta entre el Camino y las Moradas, es decir, entre 1570 y 1577, en la que Teresa nos ofrece de forma sintética su experiencia mística. El poema bíblico del Cantar de los Cantares, que los judíos leían en el tiempo primaveral de la Pascua, revela la unión física con el otro. Teresa no hace un comentario sobre el poema, al modo de Orígenes o san Bernardo, sino una lectura del mismo a partir del evangelio de Juan, el de la encarnación del Verbo, donde el encuentro de la Samaritana con Jesús revela una fusión de lo divino y lo humano. En este texto breve y condensado, Teresa habla del amor divino desde el lado humano, por eso, de los siete capítulos que lo componen, uno de los más importantes es el segundo, donde el beso, como símbolo de la fusión de los amantes, sirve de preparación para la unión con Dios. La insistencia en el beso como expresión de lo sensual («Bésame con esos besos tuyos, / son mejores que el vino tus caricias», 1, 2), revela, en el fondo, un intento de no rebajar lo físico, de incorporar lo erótico a la expresión poética, siendo esta exaltación de lo sensual, con su mezcla de «pasión amorosa y exigencia de lucidez», lo que hizo de las Meditaciones un texto vivo, pero peligroso a los ojos de los inquisidores (Janés, 2015).
  • Moradas del castillo interior, obra compuesta entre el 2 de junio y el 29 de noviembre de 1577, en la que Teresa nos habla de su experiencia mística y del modo de comunicarla. A esta visión interior responde el símbolo abarcador del castillo, similar al de la noche oscura de Juan de la Cruz, según el cual el viaje del alma por el castillo representa las distintas etapas de la vida interior. Las tres primeras moradas están dedicadas a la ascética, esto es, purificación de los sentidos; en la cuarta comienza la vida mística; en las dos siguientes tiene lugar la iluminación divina en la desnudez del alma; y en la séptima se llega a la unión con Dios («porque pasa esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios», VII, 2, 3), convirtiéndose así la obra en una conjunción de ascética y mística. En cuanto al símbolo del castillo, se da en él una unificación de las tres tradiciones: judía -visión del trono divino, según el capítulo I del Libro de Ezequiel, origen de la mística de la Merkaba-, musulmana -el símbolo de las moradas del alma en la mística sufí, del que han hablado Asín Palacios (1946) y López-Baralt (1981)- y cristiana -según vemos en el Sermón II de Eckhart, «Intravit Jesus in quodam castellum», que aparece como comentario al pasaje evangélico de Lucas (10, 38), en donde el alma aparece como reducto inexpugnable-. En el fondo, lo que revela el tópico del castillo interior, relacionado a su vez con el laberinto, es un espacio ficticio donde el alma habla y responde a lo desconocido (Egido, 2010: 79-110). La ficción del castillo hace posible la transformación del discurso lingüístico, que escapa a los controles eruditos y da lugar a lo otro, que es el fundamento de lo real.
  • Cuentas de conciencia, conocido también como Libro de las relaciones y mercedes, contiene una serie de notas o avisos breves de carácter espiritual, destinados al régimen interno de la comunidad carmelita, que abarcan el período que va desde 1562 a 1579, fecha de su conclusión. El hecho de que no se conserven autógrafos y que los textos estén hechos a trazos discontinuos, escritos en distintos momentos, los relaciona con el tiempo de composición del Libro de la vida (Ros García, 2014), pues de ello se habla en Vida (23, 11 y 30, 4), es decir, cuando Teresa había recibido la gracia mística, posterior al año 1560, en el que escribe las primeras Cuentas de conciencia y se halla en plena escritura del Libro de la vida. Además, el carácter de papeles sueltos de estos escritos, que responden a distintos estados espirituales, los convierte en un método de fórmulas rituales para la introspección, apoyándose en textos anteriores, método que guía a Teresa en su escritura: «No dejes de escribir los avisos que te doy, porque no se te olviden; pues quieres por escrito los de los hombres, ¿por qué piensas pierdes tiempo es escribir los que te doy?; tiempo vendrá en que los hayas todos menester» (cap. 28). El acto de escribir se configura así como acto fundamental de la memoria, pues se escribe para saber lo que se es, para presentar la vida entera como si fuese nuestra antes de que la flor se marchite.
  • Exclamaciones, texto breve, como el anterior, sin fecha precisa, en donde hay una referencia a la propia experiencia interior de la oración como medio de conocer y amar a Dios. El hecho de que fray Luis de León, en su edición de 1588, haya incluido esta obra después de las Moradas, entre los años 1577 y 1579, revela la estrategia de su condición femenina, que le permite expresar lo que de otro modo le estaría prohibido. Recordando lo vivido, dice Teresa: «Ya sabéis, Señor mío que muchas veces me hacía a mí más temor acordarme si había de ver vuestro divino rostro airado contra mí en este espantoso día del juicio final que todas las penas y furias del infierno que se me representaban» (14, 2). En este fragmento, que aparece como núcleo del libro, Teresa mantiene un diálogo con Cristo, en el que destaca más lo autobiográfico que la reflexión abstracta (Rodríguez, 2000: 572). Gracias a su experiencia, el «temor de Dios» se convirtió en descubrimiento del verdadero rostro de Dios, de su amor incondicional, por lo que el uso del paralelismo, la antítesis y la anáfora -recursos propios del estilo sublime- revelan una prosa retórica, ritmada, que guarda cierta analogía con las Meditaciones sobre los cantares. A todo ello hay que añadir el tono salmodiado de estas exclamaciones o «ayes del alma», donde la invocación y la plegaria se mezclan en el diálogo, cuyo sentido dramático agudiza la ausencia sentida de Dios, que es un modo de estar presente en la conciencia del alma.
  • Poesía de Santa Teresa de Jesús

    Poesía de Santa Teresa de Jesús con música notada, tomado de la BNE

    Poesías, junto con las Cartas, son los textos teresianos que necesitan una mayor fijación textual, por tratarse de escritos ocasionales, que presentan múltiples variantes, tanto en los manuscritos como en las glosas. En realidad, se trata de refranes y estribillos recogidos de la tradición popular de los Cancioneros, que es la poesía que Teresa había leído siendo joven, vueltos a lo divino según la técnica de los contrafacta y destinados al canto colectivo en los conventos, donde estos poemas eran cantados e incluso bailados (Orozco, 1987: 115-141). La mayor parte de estas canciones populares, para cuya composición Teresa tenía «notable gracia», según nos dice el capellán Juan de Ávila, son de fecha desconocida, salvo algún testimonio concreto, como las estrofas que glosan el estribillo «Vivo sin vivir en mí», que, según el biógrafo Yepes, Teresa las compuso tras el trance experimentado en Salamanca durante la noche de Pascua de Resurrección de 1571. En cuanto al lenguaje, los tres temas claves, Vida, Amor y Muerte, son expresados mediante fórmulas paradójicas y antitéticas, tomadas de la poesía cancioneril, que dan lugar a momentos de especial tensión afectiva, como podemos ver en las composiciones que comienzan «Vivo sin vivir en mí», motivo poetizado antes por Juan Escrivá («Ven muerte tan escondida»); el villancico pastoril dialogado («Hoy nos viene a redimir»), donde los nombres de los pastores, Gil, Bras, Mengo, Llorente, son los tradicionales de la poesía pastoril castellana; y el tópico de la caza de amor, según vemos en el poema que empieza «Cuando el dulce Cazador», en el que se percibe un recuerdo del mito de Cupido y Psique, y al que hace también referencia Juan de la Cruz en su romance «Tras un amoroso lance». En general, la poesía de Teresa nos ayuda a comprender su desarrollo espiritual de lucha activa («¡Ay, qué larga es esta vida!»), en donde la letrilla popular aparece vinculada al tópico del contemptus mundi, asumido por la novicia en el momento mismo de profesar. En suma, se trata de una poesía anónima, pensada para diferentes celebraciones religiosas, como la de Navidad, y destinada más al canto colectivo que al reconocimiento del autor individual (Benito de Lucas, 2015: 50-52).

  • Carta manuscrita de Santa Teresa de Jesús a Isabel Osorio

    Carta manuscrita de Santa Teresa de Jesús a Isabel Osorio (Toledo, 8 de abril de 1580), tomada de la BNE

    Cartas, conservadas en número aproximado de 500, aunque fueron muchas más a juzgar por los numerosos autógrafos conservados y las menciones dentro de las obras en prosa, son los textos más personales de Teresa (Pascual y Álvarez, 2014). Desde la Edad Media se mantienen dos tipos de las cartas en prosa: las artes dictandi, relativas a los documentos oficiales, y las artes dictaminis, que versan sobre los ejercicios escolares. Lo que se añade a esta distinción durante el Renacimiento es una normativa para saber redactar una carta, tanto pública como privada, pues el género epistolar se consideraba entonces el género habitual de comunicación («Advertid que no hay otro saber en el mundo todo como escribir una carta», afirma Gracián en el Criticón, II, crisi XII). Tal vez por eso, las cartas de Teresa, que cubren una amplia gama que va desde las que escribe a sus monjas hasta los más altos dignatarios, como el General Rubeo y Felipe II, pasando por las familiares a su hermano Lorenzo y las amistosas a Jerónimo Gracián y María de San José -que fueron sus dos grandes destinatarios- están escritas según el método clásico de las tres partes, salutación, petición y conclusión, y en que se usa el diálogo como forma viva de comunicarse con los destinatarios (Ynduráin, 2006: 179-202). En el caso de las cartas teresianas, cuya práctica se intensifica a partir de 1568, son notables las del mes de noviembre de 1576, como la que escribe a la Madre María de San José, priora de Sevilla, en donde habla de la contraseña interior de dos o tres cruces, para que las reconociera y se las entregase al Padre Gracián en un momento de conflicto entre calzados y descalzos, y donde el Libro de la vida estaba en manos de la Inquisición: «A las cartas de nuestro Padre pondré sin cubierta y para nuestra reverencia el sobreescrito, y dos cruces o tres». Estas referencias veladas, llenas de alusiones y lenguaje cifrado, según el cual Jesús es llamado «José»; ella, «Ángela»; y Gracián, «Eliseo o Pablo»; las calzadas, «cigarras», y las descalzas, «mariposas», revelan esa zona enigmática de la escritura en la que confluyen realidad y ficción, el narrador como persona real y el personaje como resultado de la invención. Esta simultaneidad de vida y escritura (Castro, 1982: 31), visible en obras menores como Relaciones, Cuentas de conciencia, Exclamaciones, Avisos y Cartas, se proyecta sobre una escritura abierta, que renuncia al gesto y ofrece sus secretos más íntimos, construyendo su habitar con el impulso interior de un lenguaje que se despliega, desde su escuchar obediente hacia el reconocimiento de lo otro, pues para Teresa las palabras son también signos de un caminar que nos lleva hacia adelante.

 

Tradición textual

Primera edición de la obra teresiana por fray Luis de León

Primera edición de la obra teresiana por fray Luis de León, Los libros de la madre Teresa de Iesus fundadora de los monesterios de monjas y frayles Carmelitas descalços de la primera regla, tomado de la BNE

El punto de partida para los escritos teresianos sigue siendo la edición príncipe de fray Luis de León, Los libros de la Madre Teresa de Jesús, fundadora de los monasterios de monjas y frayles Carmelitas Descalços de la primera regla, impreso en Salamanca, por Gillelmo Foquel, en 1588. Custodiado en la Biblioteca del Monasterio del Escorial con signatura 53-II-10, contiene las siguientes obras: la Vida, las Exclamaciones, el Camino de perfección, y el Modo de visitar los conventos.

La primera edición crítica de sus obras completas fue la del padre Silverio de Santa Teresa, que publicó las Obras de Santa Teresa de Jesús (Burgos, Monte Carmelo, 1915-1925, 9 vols.). Esta edición sirvió de guía a las posteriores: Santa Teresa de Jesús, Obras completas, a cargo de Efrén de la Madre de Dios y Otgger Steggink (Madrid, BAC, 1962, siendo la última, la quinta reimpresión de la novena edición, mayo de 2012). Por último, la edición del padre Tomás Álvarez, Santa Teresa de Jesús, Obras completas (Burgos, Monte Carmelo, 2015), que está hecha de acuerdo con los facsímiles de los primeros manuscritos.

Libro de la vida. Se conserva el manuscrito autógrafo en El Escorial, que es el que sigue en su edición Otgger Steggink (1986), pero desconocemos la primera redacción -hoy perdida-, el paso del manuscrito por la Inquisición con las posibles enmiendas a partir de 1575 y el papel de los distintos destinatarios. Contamos con dos redacciones: la primera, hoy perdida y mandada hacer por fray Pedro Ibáñez, que no incluye ni la fundación de San José ni los cuatro capítulos finales, lleva una carta dirigida a fray García de Toledo, que finaliza así: «Acabóse este libro en junio, año de 1562». La segunda, se termina de escribir en el otoño de 1565, en la celda de San José de Ávila, añade los títulos de los capítulos, que en la primera aparecían sin dividir, y presenta como principal novedad el anonimato, porque Teresa quería que la obra se divulgase entre el pueblo y no sólo entre los confesores. A pesar de los años en que el libro estuvo bajo sospecha de la Inquisición -entre 1575 y 1580- y de su extensión, la obra muestra una unidad de estilo, basada en el común hablar, según nos dice Francisco de Ribera, y destinado a la audición, gracias a la cual se produce el «encuentro con el otro» (Mas, 1997: 105), y una unidad de pensamiento, ya que es el encuentro con Jesucristo el motivo de inspiración. De la lectura de la Vida no se desprende la experiencia de una escritura descuidada, pues Teresa sigue un plan preconcebido, no modifica las ideas esenciales y se esfuerza por encontrar la palabra adecuada. Si el padre Jerónimo Gracián, al leer una copia de la Vida, la tituló «Fuente agua viva» -que por el tipo de grafía bien pudiera ser de Ana de Jesús-, fue porque entendió mejor que nadie la fluidez de su escritura, según podemos ver en el paso de lo confesional a lo apostólico de la primera a la segunda redacción, y porque fluidez o ligereza, derivada de la interioridad, no sólo revela, a lo largo del proceso textual, que Teresa se sirvió de la primera redacción para elaborar la segunda, sino que, además, con los años, fue logrando una escritura más suelta, que permite una lectura más fácil. Así lo vemos en los capítulos 37-40, añadidos en la segunda redacción, que son un modelo por su limpieza y claridad, donde, por encima de las enmiendas y las apostillas añadidas, se sigue respetando la unidad de historia y doctrina que rige el plan de la obra, consistente en presentarnos una historia personal de conversión, entre la autobiografía y el autorretrato («No os contaré lo que he hecho, sino lo que soy»), que trata de combinar la experiencia vivida con la interpretación teológica, la gracia divina y la libertad humana.

Camino de perfección. Teresa termina la primera redacción de la Vida en junio de 1562 y, a petición de sus confesores, empieza a escribir una obra dedicada a la reforma del Carmelo, Camino de perfección, en la que afirma su manera de ser mujer frente a los jueces y censores masculinos («no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa», III, 7) y habla del recogimiento activo como un grado de la oración interior. Desde el punto de vista textual, se trata de la obra más seguida y corregida por Teresa. Trabaja en ella entre 1563 y 1566. Al año siguiente sale de San José para fundar nuevos conventos y en sus viajes le acompaña Camino de perfección, que se fue difundiendo en copias improvisadas, no siempre fieles, por lo que Teresa tuvo que corregirla varias veces hasta su impresión en 1579. Este es el texto que Teresa envía a Teutonio de Braganza, que no pudo ser publicado hasta 1583, en Évora, después de su muerte. Así pues, el problema está en los catorce años que van de 1565 a 1579, donde Teresa, debido a los problemas con la censura, tuvo que corregir el texto dos veces: en 1565 y en 1570, con «correcciones y mejoras». Hay, pues, dos versiones de la obra: el códice de El Escorial (CE, 4, 1), texto híbrido que recoge las correcciones de las ediciones anteriores -el propio fray Luis, en su edición de 1588, fue consciente de todas estas copias retocadas por Teresa, por eso advierte bajo el título de la obra: «Impresso conforme a los originales de mano, enmendados por la misma madre, y no conforme a los impressos, en que faltaban muchas cosas, y otras andaban muy corrompidas»-; y el códice de Valladolid (CV, Convento de las Carmelitas Descalzas, restaurado en Roma, 1960), más elaborado y sintético, pues reduce los 73 capítulos de las primeras ediciones a 42 y restaura algunos capítulos que habían sido suprimidos por la censura, como el 34, que trata del paso de la ascética a la mística (Teresa de Jesús, 2010). Siendo un «tratado de la vida interior», que nos hace ir de la purificación ascética a la contemplación mística, es necesario tener en cuenta la unidad de doctrina y estilo, mayor que en la Vida, pues el libro gira en torno a la oración, centrada en el Padrenuestro, y utiliza el lenguaje conversacional para superar el «rústico diseño» de la primera edición de 1565 (Mancho Duque, 1991). Visto en su conjunto, nos hallamos ante un texto sujeto a múltiples correcciones y cuya unidad original no se ha podido reconstruir.

Moradas del castillo interior. Teresa comenzó a escribir este libro el 2 de junio de 1577 y lo terminó el 29 de noviembre del mismo año en San José de Ávila, según nos dice en el Prólogo, pocos días antes de que fray Juan de la Cruz fuera hecho prisionero en Toledo por los calzados. Después de lo sucedido con el Libro de la vida, Teresa no quería que el Castillo interior, que es el nombre que ella le da, acabase en manos de la Inquisición. Por eso se lo confió a Jerónimo Gracián, para que lo llevase en secreto a Sevilla y se lo confiase a María de San José. A su vez, ambos se lo entregaron al caballero don Pedro Cerezo Pardo, benefactor de la Orden y amigo de Francisco de Ribera, que por entonces pensaba dedicarse a preparar la edición de las obras teresianas. Este autógrafo original, en cuya aprobación intervinieron Gracián y Yanguas, es el que se conservó en el convento de las Carmelitas Descalzas de Sevilla y del que hizo una copia el padre Tomás de Aquino en 1755 (BNE: MSS / 9767). Sobre él han hecho su edición facsimilar Tomás Álvarez y Antonio Mas (Monte Carmelo, 1990, 2 vols.). Por lo que se refiere a la evolución del pensamiento teresiano, es necesario subrayar que, frente a la complejidad de copias retocadas que ofrece Camino de perfección, una obra como Castillo interior es más unitaria, lo cual no quiere decir que sea sólo un complemento de la Vida y no tenga que ver nada con Camino, como afirman algunos críticos, entre otras cosas porque las cuatro primeras moradas, que tratan de la vida ascética, y ciertos símbolos como el del trono, que guarda una analogía con el del palacio como imagen del alma (CV, 28, 9-11), no pueden entenderse sin la obra anterior. Lo que sí cambia en la elaboración del Castillo interior es la lectura de las Confesiones de san Agustín, que sirve de guía para canalizar la introspección, pues lo que propone Teresa en esta obra es un viaje a lo profundo de uno mismo, donde habita Dios y tiene lugar la unión transformante. Además, en este viaje hacia la contemplación está presente el magisterio espiritual de Juan de la Cruz a partir de 1572. Si en esta obra Teresa habla con palabras sencillas de la experiencia mística, es porque para ella la unión del alma con Dios es un proceso de transformación interior.

Libro de las fundaciones. Escrito entre 1573 y 1582, Teresa lo redacta a medida que va haciendo viajes y fundando conventos. Según la autora, escribe el libro por orden de su confesor, el jesuita Jerónimo de Ripalda, en varias jornadas o etapas. Primera, en Salamanca, escribe los nueve primeros capítulos sobre las fundaciones de Medina del Campo y Malagón. Segunda jornada (X-XIX), finales de 1574, sobre las fundaciones de Valladolid, Toledo, Pastrana y Salamanca, además del comienzo de Duruelo por fray Juan de la Cruz. Tercera jornada, entre agosto y noviembre de 1576, después del viaje a Andalucía, escribe sobre las fundaciones de Alba, Segovia, Beas, Sevilla y Caravaca, que ocupan los capítulos del XX al XXVII. Cuarta jornada (XXVIII-XXIX), trata sobre las cuatro fundaciones finales, Villanueva, Palencia, Soria y Burgos. Escribe estos capítulos entre 1580 y 1582, después de una interrupción de cuatro años. La primera edición del libro, que no fue incluido en la de fray Luis de León en 1588, se hizo en Bruselas, en 1610, por iniciativa de Gracián y Ana de Jesús. Como en su destierro, lejos de España, Gracián no tuvo acceso al autógrafo teresiano, se servirá de una copia del Carmelo de Valladolid, en la que introdujo varias enmiendas, sobre todo en los 28 primeros capítulos, que constituyen la primera serie, frente a la segunda, que agrupa los capítulos finales y en la que apenas hay variantes. Este es el texto que llega a las manos de fray Luis y, después de su muerte en 1591, su depositario, el doctor Sobrino, lo entrega a la Real Biblioteca del Escorial en 1592, donde figura con la signatura: BE, 158. El texto de las Fundaciones está lleno de digresiones doctrinales, algunas ya tratadas en Vida y Camino, como los temas de la oración y la obediencia, a los que ahora se añade el de la melancolía (7, 4), frecuente en su tiempo y que Teresa trata con conocimiento y sutileza. Escribe esta obra para uso interno de sus conventos y en ella se mezclan historia y mística, resultando de ella una narración verosímil, es decir, sujeta a la experiencia vivida, como podemos ver en la semblanza que hace del padre Gracián (capítulo XXIII). Dentro de su intensa actividad, la escritura de las Fundaciones revela el afán por conciliar el impulso por salir fuera de sí, mediante el esparcimiento, con la búsqueda de la perfección interior.

En cuanto a los autógrafos teresianos, contamos con los cuatro del monasterio del Escorial, Vida, Camino, Modo de visitar los conventos y Fundaciones; y los dos de los conventos de Carmelitas Descalzas: la segunda redacción de Camino en Valladolid y el de Castillo interior en Sevilla. A ellos hay que añadir los autógrafos de sus obras menores, entre ellos Relaciones, Poemas y Cartas, dispersos por todo el mundo y de los que ningún manuscrito íntegro ha llegado hasta nosotros. Para ello, es necesario tener en cuenta la edición conjunta de los carmelitas Rafael Pascual y Tomás Álvarez (2014), Autógrafos teresianos. Ubicación y contenido, que comprende el tomo V de Estudios Teresianos, realizada durante varios años y que constituye la base para el estudio de la tradición textual de los escritos teresianos.

 

Recepción socio-literaria

En su despliegue originario, el lenguaje es una tarea siempre por hacer, más próxima a la exploración del riesgo que a las certidumbres consolidadas. Frente a la visión medieval, caracterizada por una búsqueda de lo trascendente, la mentalidad renacentista se basa en la experiencia personal, lo cual implica la defensa de la libertad frente a toda norma. En este sentido, me siguen pareciendo válidas las palabras de Felipe Sega, el nuncio del papa en España, sobre Teresa de Ávila, en 1568: «Fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de la clausura contra el orden del concilio tridentino y los prelados, enseñando como maestra contra lo que San Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen». Fue, en efecto, Teresa un espíritu transgresor, subversivo, que la hace hablar en los límites del lenguaje para dar cuenta de sí como en otro, no en vano es el verbo «parecer» uno de los más utilizado en su escritura, y para hacer de la simulación, instalada en la sociedad de su época, una extraña y desconcertante manera de transformar el código del ritual religioso. De ahí que no hable en un solo estilo, sino en varios, y use la combinación del habla transgresora, con sus múltiples alusiones a lo que falta, para liberarse del dominio de lo discursivo y dejar hablar al lenguaje en su desnudez.

No basta con decir que el siglo XIX ha sido el siglo de la historia y el XX el del lenguaje, sino que es necesario, además, tener en cuenta la deuda de una obra respecto a sus modelos y su grado de independencia frente a ellos, el contexto socio-cultural en el que esa obra se ha formado y los distintos destinatarios a los que se dirige. Desde este punto de vista, una obra como el Libro de la vida, compuesto entre 1562 y 1565, no es sólo un relato autobiográfico en primera persona, que se limita a reconstruir la trayectoria vital de la escritora desde su infancia hasta pasados los cuarenta años, sino una invención literaria, que Teresa escribe, a petición de sus confesores, como medio de autodefensa, y en la que cuenta más lo que se oculta que lo que se dice. Esa es la razón por la que la monumental biografía del padre Silverio de Santa Teresa, elaborada con criterios hagiográficos entre 1935 y 1937, y la conjunta de Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink (1962), hecha con criterios historicistas, han dado paso a las modernas interpretaciones hermenéuticas y filológicas de Rosa Rossi (1993) y Ricardo Senabre (1983), donde lo autobiográfico se reconstruye desde la identidad literaria y el lenguaje, renunciando a lo determinado (son frecuentes en el libro expresiones como «un clérigo letrado», «un confesor», «otra persona»), se presenta como trazo confuso que alude a la indistinción propia de la experiencia mística, la cual excede toda forma de representación.

En cuanto al Camino de perfección, redactado entre 1565 y 1570, que en el fondo es un manual de la reforma teresiana en el siglo XVI, surge con el propósito de salvar almas desde la oración. Al señalar la crítica que doctrina e historia se mezclan en su escritura, lo que se quiere dar a entender es que lo histórico aparece como reconocimiento de la dignidad personal en una sociedad donde dominaban los motivos de la honra y la limpieza de sangre. Pero tal vez sea la defensa de la oración mental frente a la vocal, propia de la ortodoxia oficial, la que sitúa a Teresa en la frontera entre ortodoxia y heterodoxia (Márquez, 1980: 223), considerando la oración mental -defendida por los grandes creadores de la espiritualidad, fray Luis de Granada, Bartolomé de Carranza, san Juan de Ávila y san Pedro de Alcántara, cuyos escritos fueron incluidos en el Índice de 1559- como «fuente de agua viva», es decir, como contemplación de la experiencia mística. De ahí que un libro tan íntimo como Camino, al menos en su primera redacción, destaque por su defensa de la libertad frente a la censura («Que cuando nos quitaren libros no nos pueden quitar este libro del Padrenuestro, que es dicho por la boca de la misma Verdad, que no puede errar», CE 73, 4), en donde la expresión «quitar libros» es una velada alusión crítica al Índice de Valdés. Texto despojado, el de Camino de perfección, escrito desde la meditación y el silencio, que renuncia al enunciado de la propaganda oficial y se refugia en la marginalidad de lo femenino («Veo los tiempos de manera que no es razón desechar leer en su integridad»), pero que, tachado por la censura, como tantos otros, no pasó de la primera a la segunda redacción. Si esta obra es la más impresa de los escritos teresianos -pues llegó a tener hasta siete ediciones-, es porque muestra un texto intermitente, sembrado de suspensiones, en donde la ambigüedad de la sustancia desnuda deja entrever una posibilidad de significación espiritual, ligada a la renuncia, que se sustrae a las pruebas de la experiencia y cuya voz nadie reconoce, mostrando una transparencia palpitante.

Si la vida de Teresa de Ávila estuvo determinada por la lectura de libros profanos y religiosos, su lenguaje, en cuanto responde a lo que no es sabido, se convierte en la ficción de un espacio para el decir, de una morada donde se encuentran el deseo del querer y la incertidumbre del saber. Frente a la tensión del cuerpo hablante y el orden de la escritura del Libro de la vida y la inteligencia compartida del discurso femenino de Camino de perfección, la imagen del castillo interior se convierte, en las Moradas, en «una ficción que nos hace caminar» (Certeau, 1993: 231), en un diálogo donde el alma se convierte en lugar del otro y le hace hablar. En el espacio imaginario de este Castillo encantado, que es el título que se dio a las Moradas en 1610, lo que se produce es una sustitución del discurso eclesial de las autoridades por otro interior, el del alma, que no se apoya en ninguna realidad y cuya totalidad indecible aparece como fundamento de la fe («no encontrar ni qué decir ni cómo comenzar», leemos al comienzo del capítulo I), de manera que lo que revela este centro irradiante, por encima de sus resonancias bíblicas y literarias, es una forma de alteridad que afecta a la estructura misma del discurso, cuya coincidencia de contrarios, pues es a la vez «cristal y diamante», permite suspender toda referencia y pasar del pensamiento a la contemplación.

Para escribir el Libro de las fundaciones, redactado entre 1573 y 1582, Teresa de Jesús se apoya en los recuerdos vividos de los viajes y las fundaciones de los conventos. A partir del convento de San José, cuya fundación se relata en los capítulos XXXII-XXXVI del Libro de la vida, el mismo esquema se va repitiendo en la fundación de los otros conventos: la acción de Dios en el mundo, cuya obediencia exige un estar a la escucha. De entrada, hay que tener en cuenta que el éxito de las Fundaciones se debe tanto al mensaje espiritual que transmite, basado en la pobreza evangélica, como a la narración histórica de los distintos viajes y fundaciones, en la que intervienen distintas voces y puntos de vista. Desde el monasterio de la Encarnación hasta la fundación de Burgos, las protagonistas fueron mujeres, procedentes de varios grupos sociales: el aristocrático, al que pertenecen doña Luisa de la Cerda y la princesa de Éboli; el de la hidalguía, del que forma parte doña Guiomar de Ulloa; y el de la realidad social de los pobres vergonzantes, ricos venidos a menos, como Nicolás Gutiérrez, en Salamanca, que «había quedado muy pobre» (F, 19, 2), y dio seis hijas al Carmelo. En la historia de las fundaciones, la aventura del viaje, en la que participan las monjas, los carreteros profesionales y los recueros que llevaban las cartas, pone de manifiesto que la atención de Teresa no se dirige ya a los confesores, sino a ese mundo menudo de menestrales, arrieros y mercaderes, relacionados con los negocios y con los que Teresa establece una relación de amistad. Por eso, si en el Libro de la vida el verbo más repetido era «parecer», ahora lo es «negociar», como vemos en la fundación de Burgos, lo cual exige un particular trato con los diferentes destinatarios, pertenecientes a distintas profesiones. Dentro de las Fundaciones, el eje del discurso no gira en torno a una voz individual, como sucede con la del narrador en primera persona del Libro de la vida, sino de voces colectivas, las silenciosas de los claustros y las públicas de los viajes, que reflejan una realidad compleja y variada (Álvarez Vázquez, 2000: 182-184). Alejado de toda reglamentación canónica, el mundo que Teresa describe en el Libro de las fundaciones muestra el quehacer cotidiano de la comunidad carmelita, sus particularidades y peculiaridades, un desplazamiento de lo privado a lo público, del recogimiento interior a la práctica social del trabajo en común.

En tiempos recientes, dos obras de Teresa de Ávila han despertado una atención especial: las Poesías y las Cartas. Respecto a los autógrafos poéticos, se han perdido casi todos, salvo el cuadernillo llevado a Flandes por Ana de San Bartolomé, en el que aparece el villancico «Hoy nos viene a redimir» y varios fragmentos de otros villancicos. En cuanto a la datación, la mayor parte de los 31 poemas conservados corresponden al período de las fundaciones (1567-1582), siendo los poemas místicos, como «¡Oh hermosura que excedéis!», «Vivo sin vivir en mí» y «Ya toda me entregué y di», los más logrados. Lo cual indica, entre otras cosas, que el estudio de la poesía teresiana debe tener en cuenta tres ingredientes básicos: la sensibilidad musical de la escritora, la técnica de los contrafacta y la recepción conceptual (Morris, 1986). En tanto que su poesía desea penetrar más allá de lo visible y comunicar lo inefable, forma parte de la experiencia mística, pues ambas, mística y poesía, son expresión de lo trascendente.

Carta manuscrita de Santa Teresa de Jesús a Álvaro de Mendoza

Carta manuscrita de Santa Teresa de Jesús a Álvaro de Mendoza (Medina del Campo, 6 julio 1568), tomada de la BNE

En cuanto a las Cartas, hay que tener en cuenta dos elementos: la forma renacentista y el secreto epistolar. Sobre la primera, hallamos tres partes: el encabezamiento, seguido del saludo al destinatario; el cuerpo de la carta, en forma de diálogo, cuya materia se va personalizando; y la despedida, a la que sigue el lugar, la fecha y la firma. En referencia al segundo elemento, dado que algunas de sus cartas se habían vuelto sospechosas, Teresa recurre al sistema del criptograma como estrategia de autodefensa (Cuevas, 1983). De los cinco grupos establecidos por la crítica -el de las cartas dirigidas a los familiares, entre las que destacan las dirigidas a su hermano Lorenzo; a personajes de alta sociedad, como el rey Felipe II; a compañeros carmelitas, como el padre Gracián; a carmelitas descalzas, como Ana de Jesús; y a teólogos letrados, como Domingo Báñez-, tal vez sean las dirigidas a Gracián, maestro espiritual y compañero en la reforma, las más cargadas de afectividad. En ellas nos ofrece Teresa sus experiencias más íntimas, destacando por su sentido de la inmediatez y su lenguaje conversacional. Si en las obras místicas, como las Moradas, la visión supera el lenguaje, forzando los límites de la comprensión, en las Cartas, fruto casi siempre del afecto entrañable, el lenguaje coloquial y el valor plástico de las imágenes contribuyen a superar la distancia entre lo inmediato y lo trascendente.

 

Recepción crítica

Lo propio de toda tradición es su forma dinámica, que va eliminando lo superfluo y quedándose con lo esencial. Dentro de la complejidad de las formas religiosas, derivada en gran medida del Concilio de Trento, la mística española del siglo XVI aparece como el último eslabón de una larga cadena, caracterizada por tres elementos básicos: 1) su aparición tardía, en la que se produce una asimilación de la mística medieval, en la que adquieren relevancia figuras como Ramon Lull, Eckhart y Rutsbroeck; 2) la síntesis de diversas corrientes, entre las que destacan el platonismo y el tomismo; 3) un lenguaje vulgarizador y realista, alejado del pensamiento abstracto de los místicos alemanes. En el caso de Teresa de Ávila, su recepción crítica es diferente en cada época. En los primeros años, después de su muerte, debido al auge y difusión del Libro de la vida, predominan los estudios biográficos en torno a su obra. Entre ellos, destaca el de Francisco de Ribera (1590), La vida de la madre Teresa de Jesús (Salamanca, Pedro Lasso), con nueva edición de Jaime Pons (Barcelona, Gustavo Gili, 1908). Esta etapa tiene un valor histórico y documental.

En 1622, el papa Gregorio XV canoniza a tres reformadores españoles: Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Ávila, de acuerdo con la perspectiva tridentina de la propagatio fidei. Siguiendo el principio de la exaltación barroca, lo que se representa es el éxtasis, según vemos en la visión seráfica del corazón y el dardo en la célebre escultura de Bernini, donde todo queda emblematizado en la espectacularidad de los arrobamientos y del éxtasis, fenómenos que acompañan a la experiencia mística.

Con el siglo XVIII comienza la larga odisea literaria de la historia y localización de los autógrafos epistolares, dispersos en bibliotecas y conventos, que de ser venerados como reliquias pasaron a ser considerados como documentos históricos. A partir de 1654, en el que el padre Juan de Jesús María se encargó de copiar el manuscrito, que contiene 65 cartas y 19 avisos (BNE 12764), el obispo Juan de Palafox y Mendoza publica en 1658 el tomo primero en dos volúmenes de la correspondencia teresiana, siguiendo la copia de Jesús María y tratando de combinar la doctrina espiritual con la estrategia política para restaurar su reputación perdida ante Felipe IV. Si durante el siglo XVII el epistolario de Teresa rara vez traspasó los archivos conventuales, en el XVIII comienza la difusión de los escritos teresianos entre los distintos conventos carmelitas tanto en España como en Hispanoamérica, con el encargo que hizo fray Pablo de la Encarnación, general de los carmelitas descalzos, a fray Tomás de Aquino y fray Manuel de Santa María, para que sacasen «un puntual y exacto traslado» de las cartas originales desde los conventos de Valladolid y Sevilla, cuya copia (ms. 13245 BNE) sirvió de guía para las ediciones posteriores, entre ellas la primera edición crítica de Vicente de la Fuente en 1861.

Durante el siglo XIX, frente a las 36 publicaciones francesas sobre escritos teresianos que aparecieron entre 1800 y 1844, apenas se publica nada en España durante esas fechas. Hay que esperar al año 1845 para que se reanuden las publicaciones sobre Santa Teresa, primero con Enrique de Ossó, que dirige la Revista teresiana entre 1872 y 1896; y después con la edición crítica en dos tomos de Vicente de la Fuente, entre 1861 y 1862. De estos años data también el estudio del profesor belga G.Hahn, Les phénomènes hysteriques et les révélations de Sainte Thérèse (1882), que fue incluido por Roma en el Índice de libros prohibidos y que inaugura el estudio sicológico de la mística.

Durante el siglo XX, los estudios teresianos, que son impulsados por el acto académico de la Universidad de Salamanca en 1922 y después, durante el Concilio Vaticano II, por el papa Pablo VI, que proclama a Teresa de Jesús como «doctora de la Iglesia», se concentran en dos vertientes: el hecho místico y la perspectiva feminista. Este es el legado que el siglo XX ha dejado al XXI, donde se defiende el diálogo entre las distintas religiones como medio de superar toda forma de dogmatismo (Álvarez Fernández, 2002).

 

Bibliografía citada

Alonso Cortés, Narciso, «Pleitos de los Cepeda», BRAE, XXV, 1946, pp. 85-110.

Álvarez Fernández, Tomás, «El futuro de nuestro pasado. Teresa de Jesús y la seducción de los místicos», La mística en el siglo XXI, Madrid, Trotta, 2002,  pp. 191-201.

Álvarez Vázquez, José Antonio, Trabajos, dineros y negocios. Teresa de Jesús y la economía del siglo XVI (1562-1582), Madrid, Trotta, 2000.

Asín Palacios, Miguel, «El símil de los castillos y moradas del alma en la mística islámica y en Santa Teresa», Al ándalus, nº 11, 1946, pp. 263-274.

Bataille, George, La experiencia interior, Madrid, Taurus, 1973.

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  • Universidad de la Mística (Cites, Ávila).

  • Grupo Editorial Fonte (Burgos).

  • Biblioteca Digital Teresiana (Junta de Castilla y León).

  • Portal Carmelitano. Teresa de Jesús (Obras completas. Estudios. Artículos).


 

Responsable: López Castro, Armando.
Armando López Castro es catedrático jubilado de la Universidad de León, especialista en poesía española.

Revisión: Grupo de investigación LETRA.

Cómo citar y DOI del artículo: 
López Castro, Armando, «Teresa de Jesús», Diccionario de autores literarios de Castilla y León (en línea), dir. y ed. María Luzdivina Cuesta Torre, coord. Grupo de investigación LETRA, León, Universidad de León, 2020. [En línea] < https://letra.unileon.es/ > [fecha de consulta]. DOI:  https://doi.org/10.18002/dalcyl/v0i26

Editado en León por © Grupo de investigación LETRA, Universidad de León. ISSN 2695-3846.

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